Tierra de nadie

Para que luego digan que Rajoy no cumple

Si algo de novedoso ha dado al mundo el marketing político en España ha sido la exaltación de la mediocridad. Apenas se recuerda ya porque luego ese mismo marketing le convirtió en el estadista más supercalifragilístico del planeta, pero en su origen, cuando su bigote era azabache y su pelazo aún olía a gomina, Aznar encarnó el papel del hombre normal de la calle que llegaba para acabar con el felipismo y regenerarnos por dentro como un bifidus activo. Fue el triunfo de la medianía.

Una vez sembrada, la mediocridad en política hizo tanta fortuna que se extendió a izquierda y derecha de manera selvática, amazónica. A los mejores exponentes de esta plaga de vegetales ya les conocen, pero toca hoy hablar del más representativo de la actualidad quien, contradiciendo su costumbre, por fin ha conseguido cumplir algo desde que alcanzó el poder: un año exacto desde que ganó las elecciones.

Con Rajoy el marketing lo está teniendo imposible porque el tiempo no acompaña. En el caso de Aznar, en cambio, los asesores de imagen estuvieron inspiradísimos, tanto como para transformar a aquel impetuoso hedillista -así se conocía a los falangistas ‘auténticos’- en un centrista con pedigrí y con idiomas, esencialmente el catalán y el chicano. Dirán que el cambio no duró mucho, pero es que los trucos de magia no son eternos y es mucho pedir a las cabras que fijen su residencia en un adosado sin que terminen tirando irremisiblemente al monte.

Conste que a uno le cae bien Rajoy, y hasta podría encontrar dos elementos de íntima comunión: a los dos nos gustan los puros y ninguno servimos para ser presidente del Gobierno. Esto último tampoco sería grave porque, como se ha dicho, no hay nada que el ilusionismo no solucione. ¿El problema? Pues que la crisis es tan intensa que ha habido que empeñar hasta las cortinillas que evitaban que el respetable viera como desaparece del arcón la maciza que siempre acompaña a los sucesores de Houdini.

En definitiva, lo que en otras circunstancias podría disfrazarse de prudencia ahora es pusilanimidad, y ni siquiera es posible en estos días doctorarse como estadista colocando los pies en la mesa del G-8 porque desde que el hoy empleado de Murdoch rayó los muebles con sus Sebago ya ni nos invitan.

Rajoy siempre ha sido un mandado, algo que ha venido a recordar Aznar en las memorias que ha dictado a un negro en el risco, cuando ha explicado que su designación –"Presidente, prefiero que no me digas lo que intuyo que me vas a decir"- fue fruto del despecho de que Rato le diera dos veces calabazas, demasiadas para un puré. Y como mandado está ejerciendo, siempre a las órdenes de lo que le digan en Bruselas o en Berlín.

Así que, al hombre que nos iba a arreglar la vida y el trabajo, al mesías de la confianza que iba a bajarnos los impuestos y prometía hacernos crecer por encima de nuestras posibilidades le vemos huir por el garaje del Senado o tartamudear en las tribunas, lo que tampoco es extraño en quien se declara incapaz de entender su propia letra. Si tenemos lo que nos merecemos hemos tenido que ser muy malos. Malísimos.

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