Tierra de nadie

La vida privada de los políticos

El supuesto affaire de François Hollande con la actriz Julie Gayet y sus escapadas en moto al nido de amor que ambos compartían en París abre de nuevo un debate cuyas puertas aquí siempre han permanecido entornadas. ¿Es legítimo informar sobre los romances de personajes públicos? ¿Aporta algo a la calidad democrática conocer la vida privada de los políticos? ¿Ha de amparar de la misma forma el derecho a la intimidad al jefe del Estado o al presidente del Gobierno que al fresador de un taller mecánico? Ni hay una única respuesta ni ésta es sencilla.

A diferencia de Estados Unidos, donde la persecución de lo que allí se entiende por transgresiones de la moralidad es implacable y acaba sin remedio con la carrera política del pobre pecador –como le ocurrió al candidato Gary Hart, que hubo de renunciar a la candidatura demócrata de 1987 tras ser pillado en flagrante adulterio-, en Europa ha imperado una cierta discreción con los comportamientos privados, hasta el punto de que la inmensa mayoría de los franceses asistieron al entierro de François Mitterrand sin conocer que no era un simple padre de familia sino el padre de dos familias a la vez.

La prensa seria de la España democrática vino a recoger ese testigo y extendió un velo –ahora descorrido en parte- sobre determinadas conductas, ya fuera porque la competencia entre medios no era tan feroz como en la actualidad o por convencimiento propio. De las aventuras de cierto político gallego de la derecha y de su separación de facto jamás se hizo mención como tampoco de los escarceos con periodistas de determinados líderes de izquierda, sobradamente conocidas en los círculos mejor informados. Nada aportaba ese conocimiento, por otra parte, al público en general, que también permaneció ajeno a las periódicas crisis matrimoniales del jefe del Estado y a sus viajes privados en los que materialmente desaparecía de la circulación.

Por contestar a una de las preguntas planteadas, parece obvio que el derecho a la intimidad no puede amparar por igual a un político que al ciudadano medio. Una de las fronteras más evidentes es la denuncia de la hipocresía. La opinión pública tendría derecho a conocer, por ejemplo, que una activista contra el aborto ha interrumpido voluntariamente su embarazo o que un dirigente que ha encabezado la oposición al matrimonio gay es homosexual, aun perteneciendo ambas cuestiones a su órbita más privada.

Transgredir ese ámbito también puede estar justificado para evaluar la capacitación y la ética que se le debe suponer a un servidor público. Forma parte de la privacidad que un dirigente sindical tenga asistenta en casa, pero sería relevante para la opinión pública y merecería ser difundido que la tuviera sin contrato o la obligara a llevar cofia al pasar la aspiradora.

En el caso de los ayuntamientos carnales lo aconsejable por norma general debería ser la reserva, salvo que el afectado desatendiera las obligaciones de su cargo o su conducta supusiera un quebranto a las arcas públicas. Esa, que tendría que ser la norma general, también admitiría excepciones en la medida que algunos comportamientos privados afectan al rendimiento público más allá del cansancio derivado de una frenética vida sexual lejos del lecho conyugal. Dicho de otra forma, sería lícito conocer que la ministra de Trabajo y el presidente de la patronal mantienen un tórrida aventura cuando todos los cambios de la legislación laboral vienen favoreciendo invariablemente a los empresarios.

En una democracia estructurada y con un funcionamiento impecable de los medios de comunicación, lo suyo sería dejar que fueran estos medios los que evaluaran cada caso en concreto bajo criterios no comerciales. El problema es que es muy difícil que ambas premisas se cumplan al mismo tiempo. Airear el sexo oral de Clinton y Lewinsky en la Casa Blanca pudo estar justificado para enseñar al presidente los riesgos de la mentira en política pero eclipsó durante meses sus iniciativas sociales y hasta pudo animar la intervención militar de EEUU en Irak aunque sólo fuera para borrar del imaginario colectivo la mancha de un vestido.

Acertar no es fácil, lo cual no puede servir de justificación para el daño gratuito. Ha dicho Hollande que los asuntos privados se tratan en la intimidad. Es una postura razonable, sí, pero sólo a veces.

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