Tierra de nadie

El manifestódromo

Está visto que no se pueden dar ideas. A principios de febrero se recordaba aquí mismo la peregrina propuesta del exalcalde de Madrid Álvarez de Manzano de crear un recinto especial para las protestas ciudadanas al estilo del que utiliza Río de Janeiro para ver desfilar a sus escuelas de samba: el manifestódromo. Pues bien, ayer mismo, iluminado por la providencia y por Ana Botella, que pedía limitar el derecho de reunión para que no desentonara con el resto, el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se aprestó a aplaudir rabiosamente el disparate.

Es innegable que el plan tiene sus ventajas. De entrada, se podría encomendar el proyecto a Calatrava, que el pobre anda de capa caída y no ve forma de clavárnosla de nuevo. Para la construcción no faltarían amigos, ni tampoco para el patrocinio, que aquí las empresas se volcarían. Y eso por no hablar de la bendición que supondría para la estadística poder medir al milímetro la afluencia, ya que bastaría con contar el número de entradas, como en el Madrid Arena. Finalmente, en caso de disturbios, la Policía actuaría más eficazmente ya que los infiltrados de la izquierda radical suelen agruparse en los fondos y llevar bufandas del Rayo Vallecano.

Para el PP el manifestódromo es una necesidad física porque sus dirigentes soportan muy mal el ruido y no aceptan que la calle sea de otros, ahora que Fraga ya no está y no puede reclamar ese espacio. Muerto Don Manuel, la calle es de los comerciantes y de los turistas que les compran y, en concreto, la puerta del Sol de Madrid es de Vodafone y próximamente de Apple, que ha dejado su fachada que es un primor y a ver si ahora viene un perroflauta y le mea las esquinas.

Se puede protestar, pero lo adecuado sería hacerlo en voz baja o por instancia, que es costumbre lamentablemente en desuso. Para resolver el imposible metafísico de que un español no grite, que es que en los bares ya no se puede ni entrar, estaría este estadio olímpico de la reprobación, que hasta podría tener palco de autoridades debidamente insonorizado para que políticos, banqueros y empresarios presencien en directo cómo sus víctimas y sus despedidos les ponen de vuelta y media, antes de irse a comer al Santceloni, que ahora está muy de moda.

Dice muy acertadamente el ministro que no existen derechos absolutos y que éstos terminan donde empiezan los de los demás. Ocurre, sin embargo, que los derechos se han vuelto muy menguantes, sobre todo los viernes después de cada consejo de ministros. Así, los jubilados tenían derecho a que su pensión subiera con el IPC, los funcionarios, a cobrar todas las pagas extras y a que no se les  bajara el sueldo por decreto, los trabajadores lo tenían a no ser tratados como despojos, las mujeres, a decidir libremente sobre su maternidad, los estudiantes, a recibir una educación de calidad, los enfermos, no tener que repagar por los medicamentos y los ciudadanos en general, a no ser estafados, ni a ser condenados a pagar rescates, ni a tener que soportar el latrocinio de las arcas públicas. En tiempos se tenía también el derecho a disfrutar de ministros multineuronales, aunque ya no se pide tanto.

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