Tierra de nadie

Que Zapatero aprenda de Aznar

Zapatero, un jarrón chino de la dinastía Ming en afortunada definición de Felipe González, se ha ido de viaje a Cuba y ha sido recibido por Raúl Castro, por eso de que le gusta el arte oriental y Arco le pilla a trasmano. La cita ha sacado de quicio al Gobierno, y Margallo ha llamado desleal al expresidente, quien, al parecer, sólo le informó de que pensaba ir a la isla con sus escoltas y con Moratinos, unos datos muy escasos que invitaban a pensar que el verdadero objetivo de su viaje era tumbarse a la bartola en un resort de Varadero con la pulsera de todo incluido.

Frustrada la rendición ante ETA y la entrega de Navarra al País Vasco, la nueva traición de Zapatero consiste en no haber detallado sus reuniones ni haber preguntado a Margallo qué debía transmitir a sus interlocutores en nombre del Gobierno español, que era una cosa que al ministro le quedó pendiente cuando estuvo en Cuba y tuvo que conformarse con ver a Raúl Castro en una foto del Granma. Tampoco entonces dicho encuentro figuraba en la agenda oficial, pero Zapatero tenía que haber previsto que, a diferencia de Margallo, él sí disfrutaría de una de esas largas peroratas con la que los Castro agasajan a sus visitas. En el pecado lleva la penitencia.

La deslealtad es mayor si cabe a la vista del comportamiento diametralmente opuesto que otros expresidentes como Aznar han mantenido en este tipo de cuestiones. Al mes de que Zapatero ganase las elecciones de 2004, y en lo que puede considerarse una lección magistral de cómo ha de conducirse con su país y con su gobierno un expresidente, Aznar visitó a George Bush en la Casa Blanca y al secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld. Allí hizo lo que se esperaba de él. Puso a caer de un burro a Zapatero por haber retirado las tropas de Irak y vino a justificar las torturas de soldados de EEUU a presos iraquíes en Abu Ghraib con el argumento de que Sadam Husein torturaba más y mejor. Al regresar a España rindió cuentas a Moncloa de lo buen anfitrión que era su amigo George aunque siguiera llamándole Ansar.

En el papel de jarrón chino, el estadista con bigote ha sido siempre exquisito con el Gobierno de turno. Si había que normalizar las relaciones con Marruecos, él visitaba Melilla para generar buen rollito; si Zapatero anunciaba medidas contra la crisis, se iba a Bruselas a ponerlas a caldo; y así. Animado por esta manera de hacer patria, el del PSOE prometió que jamás se le escucharía una crítica a Rajoy. "Cualquier cosa que pueda decir aquí o fuera de aquí que de una u otra manera perjudique a España no saldrá de mi boca", manifestó. Y todo gracias al ejemplo de Aznar.

Margallo ha debido de temer que Zapatero no estuviese a la altura de su predecesor, cuyo amor por el país no ha decrecido desde que recorre el mundo en su flamante papel de conseguidor, a sueldo de multinacionales y magnates. De cada una de sus acciones informa puntualmente al ministro, que a veces ni le coge el teléfono porque no haría otra cosa, de lo exhaustivos que son sus memorandos. A Zapatero, a quien el propio Rajoy dedicó epítetos tales como bobo solemne, irresponsable, grotesco, frívolo, inexperto, antojadizo, veleidoso, inconsecuente, acomplejado, perdedor complacido, radical, taimado, maniobrero, agitador, ambiguo, débil e inestable, no se le puede pedir tanto. Es lo que hay.

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