Tierra de nadie

Sin amor y hasta sin sexo

La interpretación más extendida del resultado de las elecciones generales es la de que los españoles, en su infinita sabiduría, han mandatado a los partidos a que dialoguen, se entiendan y pacten, aunque en realidad pocos electores emitieron su voto pensando en coaliciones grandes o pequeñas sino en que ganaran los suyos porque ellos lo valían. Cada papeleta no era el ingrediente de un guiso sino el plato principal y de ahí que llegados al postre lo que haya salido del horno no sea un estrudel de manzana de repostería espolvoreado con azúcar glass sino el pastel informe de un aprendiz de Arguiñano poco versado en la masa quebrada. La alta cocina tiene esos riesgos.

Hacer digerible este engendro no es tarea fácil y lo que ya resulta inverosímil es transformarlo en una tarta de bodas sobre la que se alce la figura de unos novios que se declaran amor eterno. Tragar con esto requiere de pinzas en la nariz y mucho estómago, salvo que la intención última de algunos sea repetir el experimento y confiar en que en esta ocasión los cupcakes guarden algún parecido con las fotografías del libro de recetas. En esto último está Rajoy, que sólo se ha puesto el delantal en casa de Bertín Osborne y por exigencias del guión.

Descartada la derecha por ausencia absoluta de maridaje, la única posibilidad de hincar el diente al suflé está a la izquierda, siempre y cuando no haya nadie que se ponga exquisito. La cocina exige realismo, salvo que se pretenda explicar a quienes hoy pasan hambre –y esto no es ninguna metáfora- que no se les sirvió el menú del día porque faltaban los carabineros y así no hay quien haga un arroz de categoría.

Los ingredientes son los que son. No hay mayoría para ningún proceso constituyente ni siquiera para aprobar una nueva ley electoral que exceda los límites constitucionales, aunque nada impide dotar al sistema de mucha mayor proporcionalidad. Si no se puede construir un nuevo edificio para el Estado, sí es posible, en cambio, echar abajo las reformas del anterior inquilino y cambiar esas horripilantes molduras de los techos. Quizás sea imposible encontrar una solución definitiva al problema territorial, pero sí hacer frente a la emergencia social. Una cosa es que las grandes metas no estén a la vista y otra que se desista de iniciar el camino.

Los signos son poco alentadores. Hay ruido de vajilla, sí, pero lo único que se ha visto hasta el momento son algunos sartenazos. Tan impresentable como esa liturgia socialista de colgar del cuello de su líder una ristra de ajos para que no intime con los vampiros de Podemos, ha sido la puesta en escena de ese gobierno de progreso en el que Iglesias se nombra vicepresidente, da carteras a varios de los suyos e insta a Sánchez a agradecerle con una sonrisa que le permita presidir su Ejecutivo.

La trasparencia es muy necesaria aunque de realities ya vamos servidos. No se trata de que se cocine un acuerdo a los MasterChef y que para evitar el pasteleo se retransmita por la tele en prime time, sino que, al final, se conozca hasta la última pizca de sal con el que se ha aderezado el pacto.

No sería fácil perdonar que por estulticia o tacticismo se arruine la oportunidad de hacer la vida más fácil a quienes la crisis ha empujado a la cuneta, de combatir las desigualdades, perseguir la corrupción y reconquistar derechos sociales y laborales. Y todo ello es posible sin amor y hasta sin sexo. Si no son capaces, eviten al menos poner a sus votantes los dientes largos.

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