Tierra de nadie

La estatua

A Tiberio Claudio César Augusto Germánico, es decir, al emperador romano Claudio, Robert Graves le hizo una novela y la BBC una serie, y sobre todo de ésta última, que era la que emitía la única televisión de entonces, no aprendimos casi nada. Un tipo tartamudo y cojo no tiene por qué ser idiota, de la misma manera que no lo es un presidente español y mucho español como Rajoy, del que se han hecho burlas allá y aquí, y que en estos momentos es el gran beneficiado por el sainete que conduce a la repetición de las elecciones el próximo 26 de junio.

A Rajoy, como a Claudio, le ha bastado esconderse tras la cortina y quedarse muy quieto. Fiel discípulo de Zenón y de Parménides, el del PP ha hecho un arte de la negación del movimiento o, mejor dicho, ha aplicado la teoría de que el mejor movimiento y también el más difícil de ejecutar es no hacer nada, no pestañear, anclarse como una estatua o, en su defecto, avanzar tan lentamente como la tortuga a la que Aquiles jamás pudo dar alcance.

El resultado de esta estudiadísima pose es el que ya se conoce. Cercado por la corrupción, estigmatizado por sus adversarios y con los suyos a la espera de repartirse sus despojos, el del PP tiene hoy más posibilidades de repetir en el cargo que hace cuatro meses gracias, esencialmente, a la estulticia de unos, la soberbia de otros y la ceguera de la inmensa mayoría. Quienes piensan que la ciudadanía premiará a quienes en este período intentaron formar Gobierno ignoran que lo probable es que les castiguen por incapaces. Y entre ellos surgirá Rajoy el inmóvil para volver a salir en la foto perfectamente enfocado.

Había tantas razones para desalojar a Rajoy que su propia supervivencia política es ya una victoria. Descolocado en principio por un mapa político inédito, ha sabido adaptarse al medio y, sobre todo, a la añoranza. Convencido de que con un dirigente como Rubalcaba enfrente la gobernabilidad se hubiera arreglado en una tarde, el bloqueo del PSOE le llevó a hacer la esfinge, imperturbable a los escándalos diarios del PP, a los peinados de Barberá, a las rabietas de Aznar, a los amagos de Feijóo por sustituirle, a los paraísos de Soria, a las criticas de sus medios afines o a las demandas de que tomara alguna iniciativa, como la de citar de nuevo a Pedro Sánchez para retomar la idea de la gran coalición. En su lugar, le puso un tuit. Con un par.

A Rajoy no se le ha tomado en serio en el convencimiento de que la ley de la gravedad actuaría y que caería por su propio peso como la manzana de Newton y habría sidra para todos. Se pasó por alto otra ley, la de probabilidades, esa según la cual los actores que brincan por el escenario tienen más posibilidades de partirse la crisma que el espectador del patio de butacas, al que hay que suponer encantado de las arriesgadísimas cabrioles que se sucedían, la última de ellas ese Pacto del Prado auspiciado por Compromís ante el desconcierto general de sus pretendidos socios.

El vodevil no sólo le ha hecho amena la espera y la quietud, que no se valora en su justa medida el esfuerzo de no mover ni un músculo, sino que le ha facilitado mucho la campaña que se avecina. Gracias a esa izquierda estéril y a esa nueva derecha que ha querido jugar a ser Suárez con las cartas marcadas, el PP está en condiciones incluso de mejorar sus resultados, lo que mandaría un mensaje desolador. ¿A quienes habrá tenido enfrente el partido de la corrupción y los recortes para que el electorado le premie?

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