Tierra de nadie

La revolución de las mujeres

Muchas mujeres creen que ha llegado su momento, que por fin pueden abofetear a la historia y cambiar ese destino que otros les han escrito durante siglos para enfundarles en espléndidos papeles secundarios de esposas, madres, amigas y amantes. Siendo incontables se han sentido minoría, pero ahora ya no buscan autor como los personajes de Pirandello y han decidido existir por sí mismas, salir al sol para dejar de ser únicamente sombras, ser visibles y tomar las riendas de sus vidas. Han conquistado la voz y exigen su derecho a ser escuchadas.

La huelga de este 8 de marzo es un grito coral, el preaviso de una emancipación que no se conforma con la quema de sostenes y abomina de esa admiración fingida y narcotizante sobre la que se ha edificado el mito de la mujer fuerte y abnegada, leona para sus cachorros y báculo de la vejez, feliz y realizada en su función subalterna. La suya es la revolución de Sísifo liberado de su piedra, cuya condena no era empujar una y otra vez la roca colina arriba sino impedirle coronar la cima y tocar las nubes.

Lo que se exige no es premiar el mérito, que es el trampantojo tras el que se oculta la discriminación. El verdadero territorio de la igualdad no es la excelencia sino la mediocridad, la pura incompetencia. Las mujeres serán iguales a los hombres cuando su ineptitud sea recompensada de manera idéntica a la de los varones, porque la negligencia no es patrimonio de ningún sexo y está mucho más repartida que el gordo de Navidad.

A quienes siguen sin comprender este cansancio antiguo que las mujeres arrastran habría que proponerles un simple ejercicio de metamorfosis: que se dejaran crecer virtualmente las tetas, repasaran su biografía dentro de esa otra piel y certificaran con la asepsia de un notario en qué habría cambiado su relato.

Las mujeres están cansadas de ser trozos de carne manoseables, de los golpes que les propina la vida y, en algunos casos, sus parejas, de encarnar las injusticias sociales y económicas, de ser poesía y no prosa, de competir con el vino en los refranes de las baldosas de cerámica y de tener, como decía Wilde, las mejores cartas y no ganar nunca las partidas.

Perdedoras habituales, no se dejarán desanimar fácilmente por la derrota. Se han convertido en kamikazes de las autopistas de un mundo obstinado en no cambiar nunca de sentido. Jamás han medido los sacrificios. Tampoco lo harán ahora.

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