Tierra de nadie

El 'big data' del PSOE

El escándalo de la fuga de los datos de 50 millones de usuarios de Facebook, su procesamiento y su pretendida influencia en la victoria electoral de Trump y del Brexit no ha hecho sino poner sobre la mesa algo que ya sabíamos: que nuestra intimidad está en almoneda y que los grandes gigantes tecnológicos juegan con ella sin control alguno. La supuesta democratización del acceso a la información que prometen constituye en realidad una refinada tiranía, un gran hermano vigilante que satisface deseos o los crea, que gestiona emociones o las desata.

Electoralmente, es extraordinariamente útil contar con perfiles emocionales de los votantes porque los mensajes que se les dirige multiplican su impacto. Los algoritmos son listísimos y pueden descubrir, por ejemplo, que uno es un potencial admirador de Albert Rivera porque en un plazo de dos semanas ha dado primero un like a la derogación de la prisión permanente revisable y luego otro a su endurecimiento. Una vez catalogados, los ciudadanos son altamente influenciables. Es posible reforzar sus creencias o modificarlas. Si se tiene el dato de que un elevado porcentaje de supuestos simpatizantes de Podemos, activísimos todos ellos en las redes sociales, profesan un amor desenfrenado a los animales, bastaría con sugerir que Pablo Iglesias abandonó a su perro en una gasolinera antes de irse de vacaciones para que se replantearan su apoyo. Ni siquiera es necesario que la información sea cierta; basta con que encuentre el receptor adecuado.

Tanto para manipular maquiavélicamente las conciencias como para dar un uso benévolo a la información de la que se dispone -prevenir los atascos en una gran ciudad, por poner un caso- es imprescindible hacer una lectura correcta del caudal de datos, contar con una inteligencia artificial o humana que los interprete y actúe en consecuencia. Y aquí es donde algunos fallan estrepitosamente, ya sea por analfabetismo funcional, por mal asesoramiento o por pura desidia.

Un caso paradigmático vendría a ser el del PSOE y el de su resucitado líder Pedro Sánchez. Su inapelable triunfo en las primarias debió aportarle revelaciones cuasi científicas acerca del sentir de los militantes socialistas. Sin necesidad de programas informáticos de última generación, era posible saber que una amplia mayoría compartía una acentuada orientación a la izquierda, ya que esa era la oferta que se les presentó, fuera por convencimiento del candidato o por simple estrategia. También, que los viejos dinosaurios del partido habían dejado de ejercer en ellos toda atracción jurásica y que, sin renunciar a la hegemonía, cualquier entendimiento futuro debía darse con otras fuerzas de izquierdas y no servir de báculo a los adversarios políticos con la excusa de esa razón de Estado que había permitido a Rajoy seguir durmiendo en Moncloa con la abstención en los Presupuestos.

Para plantar picas en el centro, seguir venerando a los jarrones chinos y pasarles a diario el plumero o hacer seguidismo acrítico del PP en Catalunya ya estaba la sultana andaluza y su prole de barones, a los que la militancia dio abiertamente la espalda. Eso, en principio, era la conclusión más lógica.

Pues bien, pese a contar con ese big data a su disposición, los nuevos responsables del PSOE parecen empeñados en demostrar que su ignorancia es colosal o que, a la manera de Facebook y Cambrigde Analytica, intentan manipular a sus bases y convertirlas en susanistas, lo que sería una proeza mayor que la victoria de Trump y el Brexit juntos.

El partido navega en una peligrosa indefinición o, simplemente, bucea en el disparate. Encumbrado como rebelde, Sánchez quiere ser un estadista que no sólo no le niega el pan y la sal a Rajoy sino que le lleva el vino y el postre. De la proclamada coordinación con Podemos se ha pasado a la indiferencia o a la gresca. La construcción de un nuevo partido más enraizado con sus afiliados y votantes se ha supeditado al visado de obra de sus antiguos arquitectos, y a muchos de ellos se les sigue esperando en ese acto de unidad y confraternización llamado Escuela de Buen Gobierno de la que hicieron mangas y capirotes. Un día se vota en contra de acabar con la impunidad que supuso la ley de Amnistía porque crearía inseguridad jurídica, y al siguiente a favor de que se anulen las sentencias del franquismo. Para los grandes desafíos actuales –educación, pensiones, sanidad o modelo territorial- no hay ideas sino parches. El vacío del socialismo rociero ha sido rellenado con una supuesta materia gris, que tiene mucho de gris y muy poco de sustancia.

El uso de los datos para fines perversos es, en efecto, un peligro para la sociedad que fundamenta sus convicciones en la última entrada de Facebook que llega a su muro. Despreciar la información de la que se dispone y hacer justamente lo contrario de lo que dicta el sentido común es otro riesgo. Hasta para hacer el tonto hay que establecer límites horarios.

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