Tierra de nadie

La posverdad de Carmen Calvo

En plena tormenta mediática contra el Gobierno y en abierta demostración de que la oportunidad no es uno de sus dones, la vicepresidenta Carmen Calvo ha planteado este jueves regular la libertad de expresión de los medios para poner coto a las noticias falsas que, en su opinión, vienen a ser como el alcohol, aunque en vez de romper las familias lo que destrozan es la democracia. El desahogo de Calvo se producía en unas jornadas  de Periodismo tituladas "¿Quién paga la mentira? ¿Es de pago la verdad?" patrocinadas por Coca-Cola, una multinacional que se ha hinchado a encargar informes supuestamente científicos para desvincular el consumo de la chispa de la vida del riesgo de obesidad y que bien podría contestar a la primera pregunta. Toda una ironía.

Entre un buen puñado de obviedades del estilo "necesitamos información, pero veraz", Calvo alertaba del descrédito en el que ha caído el periodismo, al que venía a culpar de que hoy en día las fuentes de información de la juventud sean "Internet y los tuits" porque nadie confía en lo que lee u oye. Sin negar que la profesión está para el arrastre, la vicepresidenta debería saber que el problema no es que el modelo educativo esté en peligro porque la deontología periodística se haya esfumado; el problema es que dicho modelo, deformado a martillazos desde la política, es incapaz de vacunar a los ciudadanos contra la desinformación porque no alienta el pensamiento crítico ni fomenta el contraste de ideas. Más bien, se complace con la ignorancia.

Que un político atribuya al periodismo –al malo, se entiende- el patrimonio de la mentira es como imaginar a un zorro impartiendo una clase magistral de ética en un gallinero. Prácticamente reducida a la gestión de asuntos públicos con vistas al beneficio privado, según la clarividente definición de Ambrose Bierce, la política incorpora la mentira a su ADN, y esto, que ya era así en la Grecia clásica, lo sigue siendo en las dictaduras y en las democracias actuales. Mentir es negar la evidencia, pero también generar dudas de manera artificial o construir conspiraciones como maniobras de distracción aprovechando la desconfianza que previamente se ha cultivado a manguerazos.

En un artículo sobre la política y la posverdad, el profesor de Historia Aplicada Diego Rubio daba cuenta cómo la Administración Bush consiguió convencer a amplios sectores de la población y al primo de Rajoy de que el cambio climático era un camelo, gracias a un informe secreto de Frank Luntz, un analista republicano: "Los votantes –decía Luntz- creen que en la comunidad científica no existe consenso sobre el calentamiento global. Si pensaran que sí lo hay, sus visiones al respecto cambiarían". Bastaba pues  con convertir la falta de certeza científica en la clave del debate político sobredimensionando "la falta de acuerdo". Manipular es una forma artística de mentir.

La verdad no es única y, como explicaba el citado profesor, se suele llegar a ella de manera acordada. En cierta media, se construye. El mecanismo que lo hace posible ha dejado de funcionar porque las instituciones que se crearon para separar la paja del trigo ya no inspiran confianza, Y sí, entre ellas están los medios de comunicación, pero también los gobiernos, los jueces o los científicos. Únase a esto la tendencia natural de los ciudadanos a consumir opiniones que coinciden con las suyas como forma de autoafirmación y la propia estructura de las redes sociales que alimentan esta inclinación y el resultado será el conocido: "cuanta más información consume una persona, más atrapada queda en sus propios prejuicios".

Se ignora en qué consistiría la regulación a los medios que plantea Calvo, que por otra parte ya están sometidos a los límites que establecen los tribunales de Justicia. O si dicha regulación incluiría paralelamente algo con lo que ya jugueteó el PP y que es la prohibición del anonimato en Internet, una manera tan eficaz de acabar con los bulos y defender la verdad y la democracia que China es pionera en este campo. Quizás sea perder el tiempo recordar a la vicepresidenta que ocultar la identidad personal es la única manera de practicar la libertad de expresión en entornos hostiles que también se dan en las democracias. Pero no sólo eso. En esas mismas democracias, mentir es un derecho que tienen hasta los acusados de graves delitos.

Se desconoce también quién, al margen de los jueces, determinaría lo que es una noticia falsa, o si alguien como la propia Calvo sumaría a sus funciones como vicepresidenta, ministra de Presidencia, Igualdad y Relaciones con las Cortes las competencias de un orwelliano Ministerio de la Verdad que resucitara la censura previa. De entre todos los estamentos de los que podemos fiarnos a pies juntillas no parece que la clase política figure en la parte alta del ranking, por mucho que a los reyes de la manipulación y la propaganda les haya dado ahora por ponerse estupendos.

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