Tierra de nadie

Criogenia para políticos

El capitalismo ha hecho posible que compremos parcelas con vistas en la Luna y hasta nos ha abierto la puerta de la inmortalidad a precios razonables. Por 200.000 euros, Cecryon, una empresa afincada en Valencia, ofrece a sus clientes criopreservar sus cuerpos como merluzas congeladas durante cien años con la esperanza de que en ese tiempo la ciencia, que como es sabido avanza una barbaridad, permita resucitarles. La Generalitat no tiene muy claro que vitrificar cadáveres como si fueran mosquitos en ámbar sea legal y ha pedido a la empresa que explique qué pasará con los fiambres si quiebra o si saltan los plomos del tanatorio abandonado que quiere acondicionar. Como decíamos ayer hay mucho tonto suelto y, al fin y al cabo, el precio por formar parte de este ‘proyecto Lázaro’ no es mucho más alto que comprar un nicho en la catedral de la Almudena.

Afortunadamente, la inmortalidad no está entre los objetivos inmediatos de nuestros políticos de más renombre, algo que deberían agradecer las generaciones futuras. Sólo en una pesadilla distópica sería posible concebir que científicos del siglo XXII reanimaran a un estadista de nuestra época y sus primeras palabras fueran "pues mire usted", preguntara si mientras estuvo congelado se habían encontrado en Irak armas de destrucción masiva y les echara una filípica, ya con el batín del futuro puesto, por no haber sabido defender la unidad de España aplicando eternamente el artículo 155 en Cataluña.

Nuestros dirigentes se conforman por el momento con pasar a la posteridad, que es otra forma de inmortalidad siempre  que haya alguien capaz de recordar sus hazañas. Hasta cierto punto es contradictorio que siendo la política el reino de lo perecedero, un árbol de hoja caduca sobre el que siempre se cierne el invierno, sus protagonistas tengan esta obsesión por llenar páginas de los libros de historia y sean capaces de cualquier cosa para conseguirlo.

Este irrefrenable impulso suyo por dejar huella constituye hoy el gran problema del país. Nos iría mejor si comprendieran que los pedestales de padres de la patria están contados y que ni siquiera merece la pena dar forma en mármol a unas estatuas, porque todas ellas suelen acabar mordiéndole polvo, ya sea por la ira del populacho, por la alcoholemia de algunos conductores (le pasó a la del pobre Argüelles en Madrid) o por el descuido de quienes les pasan el plumero. En este punto son casi preferibles actitudes como la de Rajoy, que sólo hizo la estatua mientras estuvo en el poder, y que ahora prefiere cerrar restaurantes a la salida del registro de la propiedad y no hacer poses para la galería que siempre saldrían movidas.

Necesitamos políticos algo más modestos, sin tantas ínfulas, que no busquen emular a Companys o Azaña, que no intenten de nuevo descubrir América o expulsar a los judíos, que no intenten meterse en la piel de Suárez sabiendo que les tirará la sisa, que nos busquen lo memorable en lugar de lo posible, que sean tipos normales cuyos errores no hipotequen el futuro de sus gobernados y cuyos aciertos sean rápidamente olvidados por los éxitos de sus sucesores.

La posteridad sobreviene sola, sin pretenderlo. No es sinónimo de grandeza y, de hecho, la historia suele recordar con más intensidad a los malhechores, tal es el caso de nuestro dictador de cabecera, que sigue dando que hablar estando ya momificado. Por el bien de sus coetáneos, renunciar expresamente a la gloria debería ser un requisito de la profesión de político, al menos hasta que la ciencia y sus avances permitan mantener a estos buscadores de fama en estado de animación suspendida, un éxtasis para ellos y para los demás. Cecryon tendría que ponerse a trabajar seriamente en este nicho de negocio si la Generalitat se lo permite.

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