Tierra de nadie

La chapuza venezolana

Esta vez hay que dar la razón a Estados Unidos sobre Venezuela. Lo ocurrido ayer no fue un golpe de Estado, ni siquiera un pronunciamiento o un alzamiento porque todo ello implica que, al menos, haya un sargento o, cuando menos un cabo furriel en la asonada. Lo que Washington y sus halcones impulsaron este martes es una de las chapuzas más memorables de esa acción exterior suya que considera a Iberoamérica su patio trasero y que, periódicamente, debe ser transformado en un teatro de marionetas.

De lo visto hasta el momento y del desconcierto posterior se infiere que existía un plan para derrocar a Maduro que iba a ser apoyado por varios de sus colaboradores, entre ellos el actual ministro de Defensa, Vladimir Padrino, y el responsable de la Guardia Nacional, Rafael Hernández. El primer paso debía darlo el presidente interino Juan Guaidó, que fue el único en cumplir con el papel liberando al opositor Leopoldo López con la ayuda de un puñado de miembros del servicio de inteligencia y llamando a la movilización en las calles. Según se preveía, Maduro saldría corriendo del país –más bien volando- al comprobar la adhesión de los militares al pretendido golpe.

El resultado del apaño es conocido. Lejos de sumarse a la revuelta, Padrino y los altos mandos militares respaldaron a Maduro; Leopoldo López, tras pasearse un rato por Caracas, acabó refugiándose primero en la embajada chilena y, más tarde, en la española, que debe de ser más cómoda; se expuso a los manifestantes que se creyeron la milonga a un baño de sangre, que no fue tal por la contención de los militares; y Maduro no tomó ningún avión rumbo a La Habana ni por propia voluntad ni por la de Rusia, tal fue lo declarado por el secretario de Estado Mike Pompeo para justificar el fiasco.

La llamada ‘operación Libertad’ ha sido o está siendo un intento chusco de restablecer el control de EEUU sobre su pretendida zona de influencia, que entiende amenazado por Rusia y por China, un macabro monopoly en el que lo que menos importa es el bienestar de los ciudadanos y mucho menos aún su libertad. Siendo evidente que la situación a la que Maduro ha conducido al país es insostenible y que los venezolanos no se merecen morirse de hambre o verse condenados a emigrar en masa, es injustificable que se intente derrocar a un gobierno de manera teledirigida y que buena parte de la comunidad internacional cierre los ojos y comulgue con lo que no deja de ser un atentado a la soberanía de un Estado.

Para EEUU es urgente acabar con Maduro, so pena de convertirse en el hazmerreír del club de las superpotencias. Desde que siguiendo sus instrucciones el entonces desconocido Guaidó se autoproclamó presidente encargado el pasado 23 de enero -ese golpe de Estado al revés en el que primero se obtuvo el reconocimiento internacional y se dejó lo de tomar el poder para más tarde-, la Administración Trump no ha hecho sino ensayar métodos alternativos al clásico y primitivo envío de marines, que sólo podría haber justificado si la violencia se hubiera desbordado hasta niveles alarmantes. De ahí que el emperador del flequillo y sus asesores se hayan centrado en sanciones económicas, como la congelación de fondos de la petrolera PDVSA por importe de 7.000 millones de dólares, confiando en que la debacle económica y humanitaria haría el resto.

Su previsión de que el estamento militar acabaría dando la espalda a Maduro ha fallado estrepitosamente. Ya fuera por afinidad ideológica, por su todavía posición privilegiada en el país o, directamente, por su implicación como cabecillas del crimen organizado y el narcotráfico, la mayoría del Ejército ha permanecido fiel al régimen sin atender a las promesas de indultos y leyes del olvido que Guaidó les ha venido lanzando en los últimos meses por indicación de Washington.

A ello se ha unido el activo papel de Rusia, siempre dispuesta a colocar piedras de buen tamaño en el zapato estadounidense, y a los intereses de China en la región en general y en Venezuela en particular. Ni Moscú, que en la última década ha prestado a Caracas más de 20.000 millones de dólares, ni Pekín, que acumula créditos por importe de 60.000 millones y que ve en el petróleo venezolano uno de los ejes de su expansión, están dispuestas a dejar que caiga su protegido sin oponer resistencia. Maduro, que puede ver a Chávez en las sombras de las paredes o en los pájaros cantores pero no es del todo imbécil, ha sabido aprovecharlo para convertir su permanencia en el poder en una cuestión geopolítica.

Lo que está en juego en Venezuela no es, por tanto, el futuro de sus habitantes, que se merecen poder decidir su camino en paz y con unas elecciones libres, sino el liderazgo de EEUU, que no puede permitir el troleo de sus oponentes en el tablero de ajedrez planetario. Cabe esperar, por tanto, cualquier cosa, desde una intervención militar directa o alguna operación de guerrilla para descabezar al chavismo, estrategia en la que encaja el supuesto reclutamiento de mercenarios a cargo de la siniestra Blackwater. Los venezolanos no importan a nadie. Esa es la cruda realidad.

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