Tierra de nadie

Pues claro que tenemos que hablar

Ha hecho fortuna entre algunos colegas la figura valleinclanesca de Agustín Zamarrón, el diputado del PSOE que presidió ayer la sesión constitutiva del Congreso, y el supuesto esperpento vivido durante la jornada, encarnado en la presencia en el hemiciclo de los dirigentes independentistas que están siendo juzgados en el Tribunal Supremo y sus fórmulas de acatamiento de la Constitución, que han sido tachadas de burla y de sainete. Además de tópica, dicha interpretación es profundamente inexacta. No se vio por parte alguna el espejo cóncavo que devuelve imágenes grotescas de una España bella sino la imagen real de lo que es el país. Deberíamos aprender a querernos más a nosotros mismos, con nuestros michelines y verrugas, porque la pretendida perfección es una fría lápida de mármol y su paz, la de los cementerios.

De todas las escenas que dejó el día la que más ha impactado es la que protagonizaron Oriol Junqueras y Pedro Sánchez, que hasta fue sometida a una lectura de labios para su transcripción. Ha trascendido así que el "tenemos que hablar" del republicano fue contestado con un "no te preocupes" del presidente en funciones, obviando, al parecer, que dicha respuesta se refería al comentario de si le incomodaba el saludo. La conclusión que se ha extendido es que Sánchez le anunciaba que ya tenía preparado el indulto para cuando el Supremo le condene, a cambio obviamente del apoyo de su grupo. Da igual que todo lo acontecido hasta la fecha demuestre que no hay apaño alguno porque lo que verán muchos en su particular callejón del Gato es un gran contubernio para romper España a martillazos.

Centrados en el "no te preocupes", nuestros finos analistas han despreciado el "tenemos que hablar", que es la frase importante. En efecto, se tiene que hablar porque conversar entre diferentes, entre adversarios o, incluso, entre enemigos es lo que diferencia al diálogo del eco. Hay que hablar porque la solución a los problemas no es acallar las voces de quienes discrepan pateando el suelo, como hizo la ultraderecha durante el acatamiento constitucional de los diputados presos, por muy estrambótico y ofensivo que les pareciera, ignorando los carteles que ruegan a sus señorías no entrar a la Cámara con los cascos puestos y dejar atados en la puerta sus caballos.

Hay que hablar porque el problema no es Junqueras ni Puigdemont, sino tres millones de ciudadanos de Cataluña y el País Vasco insatisfechos con el modelo territorial a los que no se puede meter en la cárcel acusándoles también de rebelión y a los que no se puede tomar por idiotas embelesados con los flautistas de Hamelin del secesionismo. Hay que hablar aunque lo desaconseje buena parte de esta prensa canalla que, tirando de Valle-Inclán y de su Max Estrella, sólo dice lo que se les manda.

Para hablar, o eso se supone, se ha elegido al filósofo Manuel Cruz como presidente del Senado, que ayer mismo proclamaba que había que amar a España por lo que es y no por lo que quisiéramos que fuera. No hay un espejo deformante que nos devuelve una imagen estrafalaria de nosotros mismos. Si nos vemos andrajosos y con las costuras reventadas es, simplemente, porque no entramos en el traje. Hay que hablar, en definitiva, de un cambio de indumentaria y de las ventajas de dejar a un lado el destrozado terno de Armani y vestirnos con chándal y tacones, arreglados pero informales.

De todo eso hay que hablar y, por qué no, también de los indultos en el caso de que los dirigentes catalanes sean finalmente condenados por el Supremo. Sorprende que los mayores apologetas de la Transición y de su pretendido imperio de la concordia sean los enemigos más acérrimos de este instrumento. Habría que recordarles esa ley de Amnistía que durante años se nos presentó como el acto supremo de la reconciliación nacional cuando las únicas renuncias constatables fueron las de las víctimas de la dictadura, a las que se sacó de la cárcel a cambio de abdicar de su derecho a exigir justicia. A todos los que se rasgan las vestiduras por los indultos se les debería facilitar un chándal para no desentonar con el país.

 

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