Tierra de nadie

El Supremo hace historia

En la línea habitual de los últimos tiempos, el Supremo la ha vuelto a liar parda esta vez a cuenta de Franco, a quien en el auto que paraliza preventivamente la exhumación de su momia reconoce como jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936, fecha en la que el dictador se autoproclamó "jefe de gobierno" en la Junta de Defensa Nacional de Burgos. La referencia temporal se las trae porque viene a legitimar a los golpistas a los dos meses de su rebelión –en ésta sí que hubo violencia- y a renegar de la legalidad republicana y borrar de la jefatura del Estado al presidente Manuel Azaña, que lo fue hasta el fin de la Guerra Civil en 1939.

El ramalazo franquista del Supremo ha indignado a parte de la clase política como si esta querencia -cuando no añoranza- de la alta magistratura hacia el régimen del general bajito fuera excepcional, cuando la realidad es que siempre fue algo consustancial a muchas de sus togas y puñetas. En algo tenía que notarse que buena parte de los jueces del viejo Tribunal de Orden Público acabaran con plaza en el Supremo tras ser cómplices, en palabras del exfiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo, de las torturas de la Brigada Político-Social que no merecieron en 40 años la apertura de una simple causa por lesiones.

Se dirá que, aunque sólo sea por una cuestión biológica, en nada se parece este órgano jurisdiccional al que heredó la democracia, pero lo cierto es que el estamento judicial fue el único que se mantuvo ajeno a los nuevos tiempos, y sus integrantes siguieron dictando sentencias hasta su jubilación como si nada hubiera cambiado. Esta herencia sigue presente. Pese al rumor sordo del ruido de sables que hemos padecido en ciertos momentos y que se convirtió en estruendo el 23-F, hubo más renovación en el Ejército que en la Judicatura porque a los militares franquistas se les pudo pasar a la reserva –a la espiritual y a la otra- y a los jueces y sus autos locos nos los tuvimos que comer con patatas.

Buena parte de las características que el catedrático de Derecho Constitucional Francisco José Bastida atribuía al Supremo en su tesis sobre el pensamiento político del Tribunal en la última fase del franquismo siguen hoy en cierta medida presentes. Son determinantes en muchos de sus magistrados el catolicismo más rancio, un centralismo que aborrece y juzga como separatista toda reivindicación de autogobierno, el autoritarismo y un paternalismo que tiende a considerar que la clase política es una chusma poco preparada para defender el Estado y, en consecuencia, han de ser ellos quienes asuman la defensa de la unidad nacional. La instrucción a los líderes del procés que ahora están siendo juzgados responde a esta misión histórica para la que algunos ilustrísimos señores se creen llamados.

La enmienda a la historia que el Supremo hace al proclamar a Franco jefe del Estado cuando era un simple sedicioso no es un desliz, y si lo es obedece a la interiorización de la propia trayectoria ultramontana del Tribunal. No prejuzga en cualquier caso su decisión final sobre la exhumación de sus restos, que finalmente acabará validando porque tras el desprestigio que le supuso la sentencia sobre las hipotecas y esa justicia suya a la carta que Estrasburgo observa con interés no puede exponerse a un nuevo escándalo. Con excepciones, los magníficos se han convertido en una camarilla regida por el nepotismo y aspiran a seguir así sin que se les vea mucho el plumero. Contra eso, ni Franco tiene posibilidad alguna de salir victorioso.

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