Tierra de nadie

La verdad sobre los jueces

Tendríamos que hacer algo más de caso a nuestros clásicos. Quevedo, por ejemplo, aconsejaba no mostrar nunca la verdad desnuda, sino en camisa. O lo que es lo mismo, no llamar exactamente a las cosas por su nombre para esquivar a esos que siempre están dispuestos a ofenderse casi como actitud ante la vida. La verdad es tan molesta que, tal y como hemos comprobado recientemente, no se puede tildar de nazi a un nazi porque el tío se rasga las vestiduras, monta un cirio y hasta le dan la razón por la calle. Y tampoco se puede decir que la Justicia española ha sido humillada por los tribunales europeos a cuenta del procés porque nuestro independiente tercer poder se lía la manta a la cabeza y te saca tarjeta amarilla nada más salir al terreno de juego para marcar territorio.

En este último caso, además, lo de la humillación es discutible porque requiere que el afectado la experimente como tal, algo que ni se les pasa por la cabeza a nuestros excelentísimos y soberbios señores, que se creen dotados del don de la infalibilidad. Los de la toga, especialmente si esta es de raso y con puñetas de encaje como es moda en el Tribunal Supremo, son seres puros y perfectos, sobre todo ahora que se creen llamados a la misión histórica de defender la unidad nacional frente a la chusma de políticos que, o son incapaces, o son populistas y bolivarianos, que es bastante peor. De ahí su amonestación a Pablo Iglesias, al que desde aquí se le requiere más precisión: la Justicia española no ha sido humillada; lo que ha hecho es el ridículo.

En cualquier caso, lo que denota el comunicado de la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial en el que pide prudencia y mesura y exige al Gobierno abstenerse de hacer una utilización política de la Justicia o cuestionar su independencia, es que, por si no tenía bastante con la actitud ultramontana y encorajinada de la derecha, el Ejecutivo ha de prepararse para otra oposición alternativa procedente, más que las entrañas, de las alturas del mundo judicial. Basta recordar la primera etapa de Zapatero en Moncloa y a ese CGPJ desatado, elaborando informes que nadie había pedido como si no hubiera un mañana tras recibir las instrucciones pertinentes en la sede del PP, a la que los vocales conservadores acudían en un alarde de absoluta independencia.

Como se ha explicado aquí alguna vez, el CGPJ es una fruta golosa y envenenada a un mismo tiempo, especialmente si la mayoría de sus componentes han sido designados por el anterior Gobierno, ya que resuelve sobre nombramientos, ascensos y traslados de jueces, por lo que tiene en su mano decidir, llegado el caso, quienes serán los que juzguen a los mismos políticos que tienen enfrente, y es muy capaz de convertir cualquier intento de desinflamar la cuestión territorial en un esguince de caballo de carácter crónico.

No deja de ser irónico que sea ese mismo Consejo el que advierta contra el uso político de la Justicia cuando el proceso de designación de sus miembros no ha dejado de ser un impresentable enjuague entre partidos. Su magnitud pudo apreciarse en todo su esplendor en el último intento de renovación, frustrado tras conocerse el papel que el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, asignaba al futuro presidente del órgano, Manuel Marchena, la marioneta perfecta para controlar "desde atrás" la Sala de lo Penal y la del 61, es decir las que juzgan a políticos y deciden sobre los partidos. El Consejo lleva en funciones desde agosto de 2018 y puede que siga así hasta el final de los tiempos si el PP persiste en bloquear su renovación, para la que es necesaria una mayoría de tres quintos de las Cámaras. Tan apetecible es colocar a un propio a su mesa, que hasta Vox se ha ofrecido a proponer candidatos a la merendola.

Pero hablábamos de la verdad, que es la madre de muchos disgustos. La verdad es que no se ha podido o no se ha querido encontrar la fórmula para que los reguladores que han de vigilar el buen funcionamiento de la democracia sean remotamente independientes. En el caso de la Justicia y del CGPJ, la derecha siempre prefirió que fueran los propios jueces los que eligieran al Consejo, en el convencimiento de que su naturaleza es esencialmente conservadora. A la inversa, la izquierda ha defendido que fuera el poder legislativo el que tuviera la última palabra para corregir el tiro. El resultado es el actual trapicheo quinquenal, con cada partido reclamando su cuota y sus migajas, o impidiendo la renovación para no perder la mayoría de la que dispone.

La verdad es que la llamada Justicia independiente es una entelequia que no resiste un bufido. La verdad es que hemos endiosado a unos señores, cuyo mérito radica en haber aprobado una oposición muy dura y ser capaces de recitar de memoria el Código Penal, pero a los que no se les exige ninguna sensibilidad social ni se les vacuna contra las estupideces. La verdad es que pocos de estos justos señores se sustraen a un corporativismo enfermizo. Esa es la puñetera verdad.

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