Tierra de nadie

El bicho nos pone a prueba

Cuando pase este pandemonio del coronavirus habrá que empezar a plantearse seriamente algunas cosas. La primera es para qué diantres sirve esa Unión Europea que siempre devuelve la misma imagen cuando se la mira, el encogimiento de hombros, el apáñenselas como puedan y no molesten que aquí estamos ocupados en asuntos más importantes. No es que la respuesta de las instituciones europeas a una crisis que ha vaciado las calles del continente, amenaza la vida de decenas de miles de sus ciudadanos y puede liquidar el tejido productivo de sus Estados miembros haya sido insuficiente; es que, sencillamente, no existe. Ni planes de coordinación, ni ayudas tangibles. Una puñetera vergüenza.

La utilidad de este monstruo burocrático se limita a alimentarse a sí mismo y a dotar de apariencia a un entre supranacional superfluo, incapaz, por ejemplo, de establecer un plan de acción común o de articular procesos de producción para abastecer a las naciones más necesitadas de lo más básico, ya sean mascarillas, trajes especiales, respiradores, hospitales de campaña, médicos o epidemiólogos. Nada ha llegado de ese corazón de Europa que, en realidad, es sólo un gigantesco estómago del que sólo cabe esperar pesadas digestiones.

Tiene bemoles que haya tenido que ser China la que brinde lo que Europa no ha ofrecido y que países como Italia o ahora España comiencen a recibir envíos de material sanitario y asistencia técnica para afrontar lo más duro de esta empinada subida en el número de contagiados y fallecidos mientras en Bruselas se silba el only you. La ausencia de la Unión es tan clamorosa que ni siquiera se ha dejado ver en los estímulos económicos que el bloque necesita y necesitará cuando la situación se normalice. Esa solidaridad de la que se presume, la misma que sumió a Grecia en la indigencia y hundió a las economías del Sur, es un eslogan publicitario tan falso como los billetes de siete euros. A ese engendro inane le encaja como un guante la definición que Napoleón hizo de Talleyrand, ese brillante reptil al que tuvo como chambelán: una mierda con medias de seda.

El segundo tema de reflexión tiene que ver con nuestra clase política, a la que muchos denostaban y a quienes los acontecimientos van dando la razón. El espectáculo de desunión y de regate en corto viene siendo lamentable, sin que la gestión de la crisis por parte del Gobierno, deficiente en algunos aspectos y mejorable en muchos otros, pueda servir de atenuante. Siendo verdad que lo más razonable hubiera sido desconvocarlas, no es admisible que la oposición siga a día de hoy culpando al Ejecutivo de extender los contagios por haber alentado las manifestaciones del 8-M, y que lo hagan responsables políticos que no han hecho nada para impedir que los transportes públicos que ellos mismos controlaban estuvieran atestados en hora punta o celebraban reuniones multitudinarias para aplaudir a Don Pelayo y sus mariachis, a resultas de las cuales algunos de ellos y sus cruzados resultaron contagiados.

Aquí han tirado piedras los libres de pecado y los pecadores compulsivos. Se ha errado sí, pero también lo ha hecho Francia al permitir la primera vuelta de sus municipales, o Italia, al demorar sus medidas de contención o, posiblemente, lo esté haciendo el cafre de Boris Johnson al no hacer absolutamente nada en Reino Unido, bajo el amparo de unos expertos científicos que aconsejan practicar la llamada inmunidad de rebaño, dejar que se infecte y se cure un 60% de la población para proteger al resto y que, en realidad, es una suerte de darwinismo sanitario, una ruleta rusa, que, llevada al extremo, puede conducir a la muerte a centenares de miles de sus compatriotas.

De los políticos, al menos, cabría esperar coherencia. Por mucho protocolo sanitario que se aplique, no tiene lógica alguna imponer el confinamiento de unos ciudadanos que pueden ver por la tele como sus dirigentes se saltan la cuarentena a su capricho. Ni la tiene que, mientras se exige al común de los mortales recluirse en sus domicilios a los primeros síntomas porque no hay capacidad para efectuar pruebas masivas, cada político infectado anuncie que ha dado positivo en los tests a los que han sido sometidos para ellos sí que hay suficientes.

Esperamos, y quizás sea utópico, que quienes nos dirigen estén a la altura de las circunstancias y que no aprovechen el estado de shock de la población para desactivar bombas nucleares bajo sus traseros, como ha hecho el jefe del Estado al anunciar que repudia al emérito porque es un golfo apandador. Al personal puede parecerle bien, aplaudir incluso, que Felipe VI haya decidido renunciar a la herencia paterna por las sospechas de su procedencia ilícita, aunque luego se entere de que es solo una declaración de intenciones que exige para materializarse que el testador ya no se encuentre entre los vivos. O que decida privarle de su asignación pública ahora, cuando lo conveniente hubiera sido hacerlo hace un año cuando, según afirma, conoció su entramado en paraísos fiscales. Por cierto, ese rey que se dirigió a la nación para defender la unidad de España ante el desafío del independentismo catalán, ¿dónde está ahora cuando su pueblo le necesita?

Tenemos lo que tenemos y con ello habrá que lidiar. Nos hemos llegado a convencer, incluso, que el tertulianismo periodístico que llena los platós solemnizando lo obvio cumple un servicio público, cuya recompensa no son los cientos de euros que les caen del cielo por intervención sino la satisfacción de enarbolar el derecho a la información de la ciudadanía arrostrando el peligro de contraer el virus. Demasiado se está demorando el reconocimiento público a estos héroes de la libertad de expresión, quizás algún aplauso desde los balcones un día a la semana, que no todos van a ir a los profesionales sanitarios. En algún momento cuando esto pase también los periodistas tendría que debatir la conveniencia de dar la independencia del oficio a estos ganapanes.

Con todos esos mimbres hay que hacer el cesto. ¿Es mucho pedir que Europa funcione como un espacio común de solidaridad y de asistencia mutua, o que nuestros dirigentes políticos dejen de hacer electoralismo en esta encrucijada y se muestren unidos en la lucha contra la pandemia y en cómo afrontar sus consecuencias económicas para proteger a los más vulnerables? ¿Seremos capaces de mantener la necesaria disciplina para no contribuir al caos? Un bichito pone a todos a prueba. Que los creyentes recen.

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