Tierra de nadie

Mascarillas contra el virus de los despidos

Por encima de otras, que además van salpimentadas de insultos y hasta de querellas criminales, la principal acusación que encara el Gobierno es la de improvisar, la de actuar a salto de mata y desdecirse de lo que horas antes había mantenido contra viento y marea. Este ha sido el principal reproche a la paralización de actividades no esenciales que hoy entra en vigor, una hibernación de la economía que se había descartado a lo largo de toda la semana anterior con el argumento de que no hay motor que arranque si una de las piezas de la que se prescinde es la batería. Los mecánicos de Moncloa la extrajeron de forma algo caótica y chapucera al filo de la medianoche con el país entero pendiente del BOE para saber a qué atenerse. La improvisación no se ajusta a horarios, es lo que tiene.

Se improvisa, y es hasta normal que así sea en unas circunstancias en las que cualquier planificación previa, de haber existido, salta por los aires en un suspiro y porque no hacerlo sería, como poco, suicida. Se ha de improvisar cuando lo que tienes enfrente acepta cualquier envite y te aboca al órdago a la grande o a sufrir eso que en el mus se llama muerte dulce, que en este caso es sólo muerte a secas. Hay que improvisar cuando ya se ha proyectado dónde almacenar los cadáveres por el colapso de los servicios funerarios y lo que se trata de evitar es que lo que colapse sea la Sanidad en su conjunto. En esos casos, la improvisación está justificada. Cuestión distinta es que, a posteriori, se compruebe si el remedio fue peor que la enfermedad.

No se trata aquí de justificar cualquier acción del Gobierno, algunos de cuyos errores en la gestión de esta crisis han rozado lo grosero. Pero es que basta con contemplar el panorama que nos rodea para comprobar que todos los Estados han cambiado cada poco el paso en función de las circunstancias. Si sólo se tratara de combatir el virus habría bastado decretar el encierro total desde hace semanas, pero es que en juego está también que no nos muramos sanísimos de hambre. En cómo hacer compatible ambos objetivos está el mundo entero, incapaz de hallar la fórmula magistral que permita vencer al virus sin dañar irremediablemente la economía. Si ahondar en la paralización es un durísimo golpe para muchas empresas, haberlo hecho dos semanas antes habría sido letal.

Las patronales han pasado de aplaudir la movilización de avales y recursos públicos que tratan de garantizar su supervivencia a tachar de bolivarianas las medidas que intentan impedir que sean los trabajadores los que, en última instancia afronten las consecuencias del inevitable espasmo económico. No es verdad, como se alega, que se hayan prohibido los despidos por decreto, pero sí que se ha cerrado el camino fácil de la extinción laboral por causas objetivas, que fue la vía por la que las empresas prescindieron de sus trabajadores fijos y más antiguos en la pasada crisis para sustituirlos por empleos temporales y precarios y ajustar así sus gastos de personal.

No es que se sospeche que los empresarios preferirán despedir a razón de 20 días al año por 12 mensualidades en vez de a 33 días por 24. Es que es una certeza obtenida de la experiencia. ¿Es un ataque a las empresas establecer que la nueva paralización decretada, que bien podría verse como un adelanto de la Semana Santa, se considere un período de vacaciones retribuidas a recuperar a lo largo del año? Ojalá pudiera asumir el coste  el Estado si no fuera porque hasta las mejores barras libres terminan cerrando los grifos de cerveza.

Dentro de todas las improvisaciones, cuyos resultados se apreciarán en el futuro inmediato, se agradece al menos el intento de que los más débiles no queden al pairo de los acontecimientos. Esta es una abismal diferencia de enfoque respecto al pasado más reciente. En medio de mensajes constantes de que lo mejor que cada uno puede hacer por los demás es quedarse en casa, se echa en falta otra campaña masiva dirigida a los empresarios: no aprovechen el curso del Pisuerga y no despidan si no es estrictamente necesario porque la comunidad se lo agradecerá. No puede ser que el paisaje después de la batalla sea el mismo con independencia de si la pelea se entabla contra una burbuja financiera o contra un puñetero microbio. Improvisen otra imagen menos terrible, aun a costa de menores beneficios o pérdidas ocasionales, y háganse acreedores de los aplausos. Fijen la hora más conveniente y estaremos en los balcones.

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