Tierra de nadie

Reunión de pastores, ovejas de luto

Parecerá un herejía pero esos grandes pactos de Estado en los que todo el mundo dice ponerse a remar en la misma dirección no es que estén sobrevalorados; es que son para echarse a temblar. No se conoce concertación de voluntades semejantes cuyo objetivo sea invitarnos a una fiesta o regalarnos un crucero por el Caribe sino, más bien, castigarnos sin postre o reclutarnos como fogoneros del barco, que es la forma más esforzada que se conoce de hacer turismo. La unidad de las fuerzas políticas queda muy bien sobre el papel y, a veces, ocupa páginas en los libros de historia, aunque para la inmensa mayoría represente suprimir al maestro armero al que dirigir las reclamaciones.

Aparcada la idea del Gobierno de concentración que, como se dijo aquí, es la fórmula magistral que manejan los timoneles de la patria para librarnos de ese olor a izquierda tan desagradable que ha impregnado los resortes del poder, lo que ha hecho fortuna es la reedición de unos nuevos pactos de la Moncloa, similares a los que en 1977 firmaron los principales partidos políticos con el apoyo de empresarios y, a regañadientes, de las centrales sindicales, a excepción de la CNT, que entonces era algo más que unas siglas del pasado.

Como todo lo que tiene que ver con la Transición, aquellos pactos fueron glorificados y perfumados con un poderoso sahumerio. Siempre se alude a ellos como el paradigma de un consenso que permitió estabilizar el proyecto democrático, amenazado entonces por una crisis económica que tenía al país al borde de la bancarrota. Puede que fuera así. Lo que también es innegable es que, a cambio de anticipar algunos de los derechos y libertades que un año más tarde se consagrarían en la Constitución, impuso la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores como la clave de bóveda de la lucha contra la inflación, que era lo que en realidad se pretendía. Desde entonces se nos hicieron familiares términos como inflación prevista y moderación salarial, que nos han acompañado hasta la fecha. Como puede apreciarse, la devaluación de los sueldos que se aplicó en la crisis de 2008 ya estaba inventada treinta años antes.

La propuesta de otros pactos de la Moncloa ha surgido en el fértil campo de la derecha con el esmerado riego por goteo de muchos de sus opinadores de cabecera. Nuevamente, se considera que el Gobierno de coalición, atrapado en la supuesta telaraña populista y bolivariana de uno de sus miembros, es incapaz de tomar las medidas necesarias dentro de la ortodoxia económica para poner al país en marcha, y de ahí que haya que atarle en corto con un acuerdo en el que conste por escrito desde el preámbulo hasta las disposiciones finales lo de la sangre, el sudor y las lágrimas en letras góticas, que dan más miedo.

La sorpresa ha sido mayúscula cuando el Ejecutivo, que sin ser una lumbrera no es completamente idiota, se ha sumado con alborozo a una iniciativa que, en el fondo, le permitiría atravesar el minado campo que la oposición más diestra ha sembrado a sus pies para que salte por los aires. De hecho, no hay constancia de que en ningún otro país, además del exigible control a la gestión de la pandemia del coronavirus, se preparen contra los Gobiernos de turno querellas criminales por homicidio imprudente como los que aquí se estilan.

Como lo que subyacía tras la idea de la gran alianza nacional no era colaborar - cada cual a su manera- en la reconstrucción sino colocar explosivos en los pilares del Gobierno de manera concertadísima, ha bastado con la mera predisposición al pacto para que los dinamiteros trabajen ahora en volar los puentes de diálogo. Ello explica no ya el desplante de Abascal al negarse a atender la llamada de Moncloa, que el de Vox ha de estar liadísimo organizando sus trolls de Internet, sino también las manifestaciones de Pablo Casado en su entrevista del fin de semana: "Ya se ha visto claro que Pedro Sánchez quiere seguir gobernando con este Gobierno. Sánchez e Iglesias son lo mismo. Y (...) sobre los Pactos de la Moncloa: es un señuelo que saca el Gobierno por las malas cifras de la pandemia, para hacer responsables a los demás de que no está siendo eficaz". En resumen, que cualquier pacto ha de pasar necesariamente por deshacer la coalición, extirpar el tumor de Iglesias de la ecuación y dejar luego que el paciente de Moncloa se muera tranquilamente sobre la mesa de operaciones.

A diferencia de los Pactos de 1977, donde nadie discutía la legitimidad del Gobierno, esta es precisamente la rueda de molino con la que no se ha querido comulgar desde la misma investidura, cuando la ahora silente y leal Inés Arrimadas propuso un tamayazo salvaje a los diputados del PSOE para evitar que la coalición de izquierdas saliera adelante. ¿Salvar al país? Solo si no es una distracción en el objetivo primordial de llevarse por delante al consejo de ministros.

Así que lo que toca ahora –ya se está haciendo- es desandar el camino y culpar al Ejecutivo de hacer imposible el gran consenso nacional por su incomprensible resistencia a seguir gobernando. Para el común quizás sea un alivio que el pacto que habría de salvarnos se torne imposible. Toda reunión de pastores anticipa el luto del rebaño.

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