Tierra de nadie

Libertad condicional para los ancianos

El infierno tiene dos salidas y conviene elegir la puerta adecuada. Existe una que implica fuertes restricciones de derechos y es por la que han optado algunos países cuya relación con las libertades no es ni siquiera de una noche loca o cuentan con una población muy convencida de que su seguridad es lo primero. Cruzarla implica aceptar las reglas y el control del Gran Hermano tecnológico. Permite distinguir de lejos a los que han tenido contacto con los infectados del coronavirus y confinarles. En esta primera fase los apestados serán los que han tenido el bicho en su interior o aquellos de los que se sospechara que pudieran tenerlo. En la segunda, especialmente si se confirma que la pandemia es cíclica y que los recuperados adquieren inmunidad, los apestados serían los sanos. ¿Quién querría contratar a los que estarían expuestos a caer en la enfermedad y causar baja? ¿No optarían algunos por contagiarse deliberadamente para, con suerte, hacerse hueco entre los inmunes? Ese es el peligro del llamado pasaporte serológico que ya se plantea incluso en las democracias más asentadas.

La otra salida también conlleva limitaciones de las libertades individuales pero exclusivamente durante el tiempo imprescindible. Requiere confianza en la responsabilidad personal de cada uno y de la solidaridad colectiva. Tras esa puerta no hay vecinos cabrones –o son muy pocos- que colocan carteles de "vete de aquí, rata contagiosa" al personal sanitario que atiende a los enfermos o trabaja en las cajas del Mercadona. Nadie será marcado con escarapelas en la solapa o con la alarma del móvil del de enfrente. Puede que el camino al que conduce sea más largo y, posiblemente, más doloroso, con la esperanza de que, al final, los ciudadanos serán más fuertes y sus sociedades más justas. Ese es el tremendo dilema al que nos enfrentamos.

Los que opten por esta segunda vía han de superar pruebas constantes. La más inmediata, ahora que acariciamos el final escalonado del confinamiento, tiene que ver con los ancianos, el colectivo al que el Covid 19 ha diezmado como a ningún otro y que, con la excusa de ser protegido, corre el peligro de ser postergado en la paulatina recuperación de la libertad de movimientos. No hay justificación alguna para retrasar indefinidamente la decisión de cuándo podrán salir a la calle, porque si desde el principio lo han podido hacer las mascotas –al menos para sus evacuaciones-, y ya hay fecha aproximada para otorgar la condicional a niños y runners –ojo ministro Garzón por si los precios de las mallas y los chándales se disparan-, las principales víctimas de la pandemia no deberían sufrir el castigo adicional de ser discriminados por su fecha de nacimiento.

La que mejor lo ha expresado ha sido la canciller alemana Ángela Merkel, o así lo recogió el diario El Mundo en lo que no parece ser una entrevista inventada de las que acostumbran algunas de sus plumas más relumbrantes: "Encerrar a nuestros mayores como estrategia de salida a la normalidad es inaceptable desde el punto de vista ético y moral", ha sentenciado. Lo sería, sin duda, y así lo han trasladado aquí responsables autonómicos como la navarra María Chivite, que reclamaba este fin de semana una estrategia específica para evitar su confinamiento indefinido sin recibir aún respuesta.

Esta es una tentación a la que es fácil sucumbir. En Argentina, por ejemplo, lo que han condicionado es su reclusión. En Buenos Aires, desde este lunes solo podrán salir libremente para ir al médico o a cobrar su pensión, pero para hacerlo el resto de los días tendrán que llamar a un número de teléfono y obtener un permiso de circulación, con una validez de un día, con carácter obligatorio y, por supuesto, discrecional.

En Francia se sugirió la posibilidad de mantener el encierro de los ancianos, así como el de los gordos o de aquellos que se estimara que, por sus patologías previas, entraban en la categoría de población vulnerable. Macron ha tenido que recular tras la respuesta de algunos intelectuales que peinan canas como Alain Minc, 71 años, cuyo razonamiento es impecable: los viejos no son los más contagiosos sino los que más riesgo corren y la asunción de ese riesgo es parte indisoluble de su libertad individual. Así, lo que iba a ser una medida obligatoria será finalmente una mera recomendación.

Como se decía, Sanidad sigue sin aclarar qué tiene pensado para las personas mayores, más allá de la referencia del director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, que en las últimas horas se ha limitado a reconocer que el asunto está sobre la mesa, sin aclarar si el horizonte temporal que se maneja es el verano, el otoño o la próxima década.

La misión de las autoridades es encontrar una solución satisfactoria, que no es prolongar su confinamiento más allá de lo que se disponga para el resto de los ciudadanos. Su obligación, eso sí, consiste en proporcionar a los ancianos las medidas de protección adecuadas, entre las que no pueden estar ni su aislamiento sin fecha, ni condenarles a la soledad de no recibir las visitas de sus familiares y amigos–sobre todo si se encuentran en residencias y tienen la fortuna de no haber muerto por la incompetencia de quienes han gestionado esos centros o tenían la responsabilidad de inspeccionarlos-, o, en los casos más dramáticos, dejarles ir sin que puedan despedirse de sus seres queridos. Intentar salvarles a ese precio puede acarrear el peligro de matarles de tristeza.

Es una cuestión de libertades y, ante todo, de humanidad. El desconfinamiento asimétrico ha de referirse a territorios o a municipios y no a personas que no han perdido sus derechos por el hecho de haber nacido antes. La muerte en vida no es una opción a considerar por muy revestida que esté de compasión y buenas intenciones.

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