Tierra de nadie

Lealtad, aunque sea la de los ladrones

Es muy cansino que siempre tengamos que hacer bueno a Goya y a su duelo a garrotazos, pero es que nos va la marcha y preferimos reñir a colaborar que, por civilizado, es mucho más aburrido que partir crismas, sobre todo si la que se rompe es la de enfrente. De las cuatro reglas básicas, nuestra preferida es la división. Somos poco dados al acuerdo y mucho a la disputa y jamás relativizamos con la verdad, que es un concepto del que solemos apropiarnos en exclusiva. En este sentido, España nunca ha dejado de ser una pintura negra que nos retrata en permanente guerra con nosotros mismos.

Si fuera verdad aquello de Victoria Camps de que la democracia precisa de la virtud de la confianza, la nuestra no sería tal. Aquí nadie se fía de nadie y la lealtad, que es algo que se presupone incluso a los forajidos para no dispararse por la espalda en los cumpleaños de algún miembro de la banda, nos es ajena. Algo parecido a eso es lo que estamos viendo en la gestión de la emergencia del coronavirus, que va camino de terminar como el rosario de la aurora por un quítame allá esos decretos y esas órdenes ministeriales que primero se escupen y luego se explican mientras se exigen adhesiones inquebrantables.

A fuerza de crisis territoriales hace tiempo que comprobamos que el funcionamiento de nuestro modelo de Estado es muy deficiente. Muchas veces con razón, el poder central piensa que será traicionado por la periferia y ello le predispone a albergar demasiadas moscas tras la oreja y a inclinarse en cualquier circunstancia por el ordeno y mando. Por su parte, las autonomías no se ven a sí mismas como células de un solo organismo sino como taifas independientes, celosas de sus atribuciones y competencias y, en determinados casos, como entes oprimidos en jaulas cuyos barrotes ansían romper para volar en libertad. No hay virus que sea capaz de modificar este tira y afloja constante.

Atrapado en un presidencialismo bicéfalo, donde cada acuerdo cuesta un mundo y no es extraño que se alcance a duras penas alrededor de la propia mesa del Consejo de Ministros, el Gobierno se ha olvidado de compartir el poder porque ello alteraría el inestable equilibrio de la coalición. Con una oposición siempre con el cuchillo entre los dientes que ha visto en la crisis no una urgencia nacional sino una oportunidad para el acoso y derribo, el Ejecutivo se ha encastillado hasta el punto de no distinguir entre la comunicación de sus medidas y el consenso sobre las mismas. En definitiva, se habla mucho pero no se acuerda nada.

De ahí que su plan de desescalada, que por otra parte no es muy diferente al que se está poniendo en práctica en otros países, esté concitando un amplio rechazo entre quienes tienen que aplicarlo y que, como viene siendo habitual, se han enterado del mismo por la prensa. Cuando lo fácil habría sido hacer a los demás protagonistas de las decisiones, se ha optado por tirar por la calle de en medio y ningunear a los Ejecutivos autonómicos, a los que se informa de lo que han de hacer con evidente menosprecio. ¿Costaba tanto que el presidente del Gobierno hiciera acto de presencia en la Comisión General de Comunidades Autónomas del Senado? ¿No sería preferible escuchar alguna vez antes de anunciar? ¿Es consciente el Gobierno de su minoría parlamentaria y de que la propia prolongación del estado de alarma puede verse en serios apuros?

La lealtad que ahora exigen las comunidades exige también reciprocidad, que es algo que se olvida con frecuencia. De hecho, se tiende a confundir lealtad con patriotismo, y eso pone los pelos de punta a quienes creen que el único patriotismo aceptable es el suyo y que toda colaboración equivale a colaboracionismo, una traición a sus propios ideales y una baza para el enemigo. Tan indigerible como el rodillo del acatamiento es escuchar esas voces de que España es paro y muerte o contribuir a la sensación de que vivimos en el desafío permanente. Esta es la realidad de este país que, más que plural, es muchas veces una amalgama de diferentes sin ningún interés común.

Sin tener por qué discutir el mando único y unas directrices compartidas, lo deseable sería sustituir la imposición por la cooperación, si es que queremos salir de esta con las menores heridas posibles. Si de verdad nos tomamos en serio el estado autonómico, lo razonable sería que cada uno de los presidentes actuara en sus comunidades como autoridad competente, sin que ello signifique participar en una alocada carrera para apuntarse los éxitos, endosar a los demás los errores, y apuntalar esas ideas supremacistas que tanto se estilan en algunos lares. Sería bueno dejar por un rato el tenebrismo de Goya en el museo y, sin que sirva de precedente, abrirnos a los cielos velazqueños. Nos vendría bien algo de lealtad, sí, aunque sea la de los ladrones.

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