Tierra de nadie

Nada es normal aunque lo parezca

Ocurren en este país cosas muy extrañas que casi todo el mundo interioriza como normales. Lo anómalo se ha vuelto cotidiano y ya ni siquiera escandaliza porque en este reino de la excepcionalidad el asombro ha desaparecido y, todo lo más, aventa largos bostezos. Decían los presocráticos que había que esperar lo inesperado para reconocerlo cuando llegue, pero es que aquí todo lo vemos venir y nada nos sobresalta.

Como se decía, hemos normalizado la estupefacción. Da igual que se descubra que hemos tenido rey manilargo o que un presidente del Gobierno tuviera por costumbre calzarse las botas de pocero para estar puntualmente informado de los trabajos que encargaba a las cloacas del Estado, que es la última novedad de la fonoteca villareja. Somos el agua que se convierte en taza o en tetera. En nuestro taoísmo infinito todo fluye por nosotros. No retenemos líquidos; los meamos.

En el caso catalán, por ejemplo, nada de lo que acontece nos parece insólito. Se inhabilita al presidente de la Generalitat y ni siquiera se pone en cuestión que quizás el procedimiento no era el adecuado, que no es lógico que la desobediencia a un órgano administrativo como la Junta Electoral implique un delito si no existe un requerimiento judicial previo, en cuyo caso la insubordinación si sería castigable penalmente. De ahí que se diera por supuesto el fallo del Tribunal Supremo con la única incógnita de la fecha y que el propio afectado, Quim Torra, se hubiese sentido engañado en el caso de una resolución favorable porque su propósito era inmolarse en el altar del independentismo y no tenía previsto que a última hora le birlaran la daga del martirio.

Tan normal como la situación que ahora se abre en Cataluña, que ha de afrontar meses de interinidad hasta las elecciones porque a los de Puigdemont les convenía ganar tiempo, está resultando el tira y afloja entre el Gobierno y la Comunidad de Madrid a cuenta de la gestión de la pandemia, con el agravante de que en este caso hay gente tan obstinada que no deja de morirse en los hospitales sin esperar a que la balanza se incline hacia uno de los lados.

Nos toman por estoicos o por gilipollas, y puede que hasta lleven razón en ambos casos. Rehenes de Isabel la Caótica, un virus que debería producir reacciones alérgicas y motines de Esquilache en vez de una pastueña inmunidad de rebaño, ni siquiera tememos que el Gobierno tenga la tentación de cruzarse de brazos de la misma manera que la inmensa mayoría se encoge de hombros. Ni la pandemia puede estar bajo control en lo que ahora es su epicentro, como sostiene la chiripitifláutica Ayuso pese al alud de contagiados, ni el Gobierno está para ayudar sino para hacer frente a sus responsabilidades y velar  por la  salud de la población. El problema es que los insultos a la inteligencia han dejado de removernos las tripas.

Por mucho que nos empeñemos hay cosas que no pueden ser normales. No lo es que un rey robe o que otro se olvide de que si es parte no puede seguir siendo juez. Ni lo es la corrupción, ni la guerra sucia, ni que sean los tribunales y no los ciudadanos los que pongan y quiten a los gobernantes, ni que se siga jugando a la política de medio pelo en medio de una tragedia nacional, ni que tengamos tantos dirigentes a falta de diez hervores, ni que las instituciones sean un chiste, ni que estemos con los Presupuestos de hace tres años. Nada de esto es normal aunque nos lo parezca.

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