Tinta Mintenig

A vueltas con la hipocresía

Es un hombre andaluz que vive en Cataluña desde hace veinte años pero nunca ha aprendido del todo el catalán... Un dia pregunta a un amigo suyo:
-¿Cómo se dice "edificio" en catalán?
-Edifici.

-¡E' difíci' ya lo sé, por eso te pregunto!

Veinte intelectuales han firmado un manifiesto en defensa del castellano. Todos sabemos que el castellano peligra. Yo, por ejemplo, vivo en Catalunya, y estoy horrorizada de que aquí nadie hable castellano. No sé si apuntarme a la plataforma o no. Voy a salir a la calle, por si acaso. Como vivo alejada del centro, cojo un taxi. El taxista es castellanohablante y aunque a preguntas mías acaba confesando que hace 48 años que reside aquí, no habla una palabra de catalán. 1 point (¿para él o para mí?).

Como hace mucho calor y el taxista me ha puesto un poco de los nervios, a la que me acerco al centro decido tomarme una clara en una de las innumerables terrazas que invaden, alegremente, todas las plazas. Me siento y le pido, en catalán, una clara a la camarera. No me entiende, dice. Le repito: una clara. Es que no la entiendo, señora. Ah, vale. Pues tráigame una clara, monada. Ahora sí lo entiende y, efectivamente, a los dos minutos me trae una clara. Deja el ticket sobre la mesa y dice: "Es uno con treinta". Y yo: "un amb trenta?" Me mira con cara de pocos amigos: "sí, uno con treinta". Paso de entablar conversación con ella. Me tomo la clara, me rehago del disgusto y prosigo mi paseo-investigación. A palabras necias, oídos sordos. Tomo el autobús porque todavía quiero ir más al centro, al centro profundo de verdad. Cuál no será mi sopresa al comprobar que ahí, ni castellano ni catalán: inglés puro y duro. Oye, y todo el mundo lo habla: los taxistas, los camareros, y lo mejor es que nadie parece ofendido. Me concentro pensando que yo soy una retrógada, insistiendo en utilizar la lengua vernácula de mi país, cuando tenemos el inglés tan a mano. Pero de lo que se trata es de salvar el castellano, ¿no? Transito por la plaza, un poco desorientada. Me siento en un banco. A mi lado hay un grupo de chicos y chicas adolescentes, esos tan simpáticos y que nos caen tan bien cuando no son nuestros hijos. A pesar de su aspecto de formar parte de la clase bien de la ciudad, o precisamente por ello, en su conversación no hay ni un atisbo de palabras catalanas: hablan un perfecto castellano durante todo el intercambio de pareceres. Me llego a la mercería de la esquina, pido una "veta de color negra, de dos pams", y la ecuatoriana que me atiende se lo tiene que hacer traducir por la dueña. "Ay, nena, a vert si nos vamos espabilando (espabilando lo dice con l golosa, es decir, larga), criatura", le dice la señora a la ecuatoriana. Es buena mujer, ya se le ve. Salgo de la mercería, con mi cintita negra, y me acerco al primer quiosco. Estoy casi convencida de que utilizar el catalán es un atraso por mi parte. Con mi mejor acento de Valladolid, pido:"¿tiene usted aquel fascículo atrasado de la colección de muebles para casas de muñecas, el de mobiliario victoriano?" El hombre me mira de hito en hito: "Què vols, reina?" Glups. Me siento discriminada. Este hombre habla catalán y yo, con tanto ajetreo, casi he olvidado por completo la lengua que me es propia, la que utilizaron Pla, Espriu, y que todavía hoy utiliza gente como Monzó o Ferran Torrent. Hago un reset de mi disco duro (absolutamente imprescindible resetearse de vez en cuando) y prosigo mi labor. "El fascicle aquell de mobles victorians, el té?" Como un rayo sale la quiosquera, hasta ahora parapetada tras un montón de revistas de automovilismo y de señoras en cueros. "Ése se agotó hace mucho, nena, y no lo volveremos a tener". "Però, si li encarrego...? Insisto. "Si lo encarregas no sé, a lo mejor lo traen...pero hay que pagar por adelantado. ¡Ajá! Ha dicho "lo encarregas", un catalanismo como la copa de un pino. Ya puedo irme satisfecha: el castellano está, efectivamente, en peligro.

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