Bocacalle

Misa de la Victoria en Los Jerónimos

Que la Hermandad Nacional de Excombatientes y la Hermandad Nacional de la División Azul hayan acordado celebrar un año más y sin ningún impedimento, mañana martes y en la Iglesia de los Jerónimos, el conocido como Día de la Victoria franquista (1 de abril de 1939), resultaría insultante para cualquier democracia que se precie.

Suele argüir con gran cinismo el clero que ampara estos actos, cuando en ese mismo recinto tiene lugar una misa funeral en torno al 20 de noviembre en memoria del fallecimiento de dictador, que tal ceremonia se da por razones estrictamente religiosas, a demanda de las entidades que así lo solicitan.

Eso no debería comportar, sin embargo, lo que tales actos representan en realidad, como quedó demostrado en anteriores ocasiones con la concurrencia militante de quienes rezan con el brazo alzado a la romana y entonan el Cara al sol. Bajo la fórmula de una ceremonia religiosa, que tanto respeto merece a los creyentes católicos, se programa un auténtico homenaje al viejo régimen -en contra de la vigente Ley de Memoria Histórica-, con la pública ostentación de la vieja bandera franquista, que el propio párroco de la iglesia, Julián Melero, no sólo no se arrepiente de besar sino que está dispuesto a hacerlo siempre que esa oportunidad se le presente, como dejó dicho hace un año con motivo de esa misma Misa de la Victoria.

Conviene insistir en el motivo de esta última celebración eucarística. A diferencia de la primera, que reviste la fórmula de funeral por el alma del difunto dictador, lo que se conmemora en la iglesia madrileña -ante la mirada de los múltiples y perplejos turistas que visitan cada día el vecino Museo del Prado- es la victoria de una España sobre otra, a la que los vencedores sometieron a la persecución, el encarcelamiento y la muerte una vez declarada su paz.

Fue también en la Iglesia de los Jerónimos -no lo olvidemos- donde el cardenal Enrique y Tarancón pronunció una histórica homilía, con motivo de la coronación del rey Juan Carlos I en noviembre de 1975, en la que abogó por la necesaria reconciliación de las dos Españas para dar paso a la transición política.

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