El desconcierto

El elocuente silencio de Felipe VI

De todas las críticas que ha recibido el palacio de la Zarzuela por la ausencia del rey emérito, Juan Carlos, en los actos solemnes de conmemoración del cuarenta aniversario de las primeras elecciones democráticas, ninguna tan rigurosa como la expresada ayer mismo por Pablo Iglesias en una conferencia pronunciada en El Escorial. Al establecer una comparación entre la actividad política de los dos monarcas, la de Felipe VI con la de Juan Carlos I, viene a contrastar la dudosa utilidad del primero, ante la grave crisis que padece hoy la sociedad española, con la clara utilidad que tuvo el  segundo durante la transición de la dictadura del general Franco a la II Restauración de los Borbones. El ensordecedor silencio de Felipe VI sobre los tres graves problemas que padecemos los españoles, ausentes en su intervención en el Congreso de los Diputados, es tan elocuente como el propio discurso de la derecha.

Efectivamente, los tres grandes problemas – corrupción institucionalizada, modelo social de bienestar y plurinacionalidad– no fueron ni siquiera enunciados por Felipe VI. Como los tres celebres monos que se tapan la boca, los ojos y los oídos, el texto del Jefe del Estado nada dijo sobre la cuestión nacional, concretada hoy en el referéndum catalán, ni vio la corrrupción, ni escuchó las reivindicaciones sociales. Exactamente igual que si hubiera intervenido el presidente del Gobierno leyendo un discurso elaborado por  la Moncloa. Este mutismo, ceguera y sordera de la Zarzuela, combinada con la falta de mano izquierda en el trato al precedente Jefe del Estado, suscita no pocas incertidumbres sobre esa pasividad activa de Felipe VI que viene como anillo al dedo de Mariano Rajoy.

Tres eran también los principales problemas españoles cuando Juan Carlos recibió la corona que le había devuelto el franquismo tras el fallecimiento del dictador. La recuperación plena de las libertades políticas, el modelo socioeconómico y el reconocimiento de la plurinacionalidad. Sea cual sea el juicio que pueda merecer el anterior Jefe del Estado,  el hecho cierto es que, para bien o para mal, nunca permaneció mudo, ciego o sordo. Ni mucho menos limitó su punto de vista a los de los de Adolfo Suárez y Manuel Fraga, sino que se esforzó en incluir los de Felipe González y Santiago Carrillo. Se arremangó tanto que, incluso, llegó a reconocer la Generalitat de Josep Tarradellas antes de  que fuese redactada la Constitución de 1978. Nada de ello hubiese sido posible si Juan Carlos no hubiese despedido ipso facto a Arias Navarro, con aquella fulminante sentencia, publicada en el New York Times, con la que lo definía: "es un desastre sin paliativos".

Tan cierto es que en toda monarquía constitucional siempre el rey reina, pero no gobierna, como que , en tanto que Jefe de Estado de todos los españoles, no debe aparecer como Jefe de Estado de tan sólo una parte de los ciudadanos. Si guarda silencio sobre los graves escándalos de corrupción, que van a llevar al presidente del Gobierno a tener que declarar ante la  misma Audiencia Nacional, o sobre la desigualdad social in crescendo, propiciada por una política económica ajena a los intereses de la mayoría, corre el  serio riesgo de la desafección. Que en el caso concreto de las tres nacionalidades históricas– Cataluña, Euskadi y Galicia– puede conducir a poner en cuestión, como está ocurriendo hoy en la sociedad catalana, la unidad del Estado español y la propia unidad en la Corona de la que hablan no pocos nacionalistas.

Nacido de una revuelta palaciega apoyada por el bipartidismo dinástico, que le traspasó el cetro de Juan Carlos, Felipe VI lo tiene mucho más fácil que su padre, quien tuvo que sortear las intrigas de los clanes franquistas para hacerse con la corona que le fuera hurtada a su abuelo don Juan por Franco. Abrazarse hoy a Rajoy, sería volver a reincidir en aquel error Berenguer,  el apellido del último presidente de Gobierno, de su bisabuelo Alfonso XIII , justo un año antes de la proclamación de la II República. De no arremangarse ahora, la interrogante sobre la utilidad de la forma monárquica del estado acabará convirtiéndose en una cuestión de Estado. Máxime en un país como España donde el sentimiento monárquico brilla por su ausencia. Es evidente que la relativa aceptación de la institución por parte de un sector de la sociedad, proviene precisamente de ese rey arremangado que ha sido  Juan Carlos I.

Que nadie se llame a engaño. En poco más de siglo y medio, las mismas clases dominantes han despedido a tres reyes en las personas de Isabel II, Amadeo de Saboya y Alfonso XIII y han vuelto a reinstaurar doblemente a los Borbones. Los dos grandes líderes de la derecha del siglo XX, tanto Gil Robles como Franco, eran accidentalistas en lo referente a la forma del Estado y su apoyo a la Monarquía no fue más que funcional. Por lo tanto, Felipe VI tiene que ganarse la Corona como se la ganó  Juan Carlos, en aquella célebre frase, que bastante oportunamente ha recordado Pablo Iglesias, cuando afirmó que quería "ser el rey de una República". Por ello, esta voz de alarma del líder de Podemos es más que oportuna, en un momento en el que la torpe corte madrileña de la Zarzuela ha decidido mantener aislado a Felipe VI de los problemas de las sociedad española, tal y como ha quedado reflejado en su discurso. O los valores republicanos se incrustan en la Monarquía o acabarán por encontrarse en el pacto de San Sebastián que precedió a la II República.

 

 

 

 

 

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