El desconcierto

Rajoy, el candado de la España plural

La catalanofobia como la hispanofobia, al calor creciente de la tensión de la Generalitat con Moncloa, se encuentran hoy en plena efervescencia, tanto en Madrid como en Barcelona. Los primeros intentan ocultar que más de un 80% de los catalanes reivindican el derecho a ser consultados sobre el futuro de Cataluña; los segundos procuran tapar que muy amplios sectores de la sociedad española, no todos de izquierdas, rechazan el inmovilismo y también, por supuesto, la anunciada represalia penal de la pareja de hecho Rajoy-Rivera. Pese a que esta reivindicación territorial, ahora solo circunscrita en la comunidad catalana, es sistemáticamente compartida por todas las formaciones nacionalistas de las tres nacionalidades históricas— salvo, quizás, la fracción oligárquica del PNV, que actúa como salvavidas del PP—, no recibe hoy más respuesta que la letra estricta de la Constitución separada del espíritu de los padres constituyentes.

Asombra que la experta ingeniería jurídica que supo extraer del ovillo de la Ley Fundamental del Movimiento Nacional, la base legal de la dictadura de Franco, el hilo para convocar el referéndum sobre la reforma política que permitió, sin romperlo ni mancharlo, pasar del régimen franquista a la II Restauración de la Monarquía de los Borbones, se pierda hoy en un laberinto leguleyo a la hora de buscar el artículo oportuno, siempre hay más de uno, que autorice hoy a los catalanes a votar como votaron los escoceses o los canadienses del Quebec. Sorprende aún más que los mismos juristas que contribuyeron entonces a aquella operación reformista, al servicio de UCD, sostengan ahora su imposibilidad, al servicio del PP. No estamos ante un problema legal que no se pueda resolver, estamos ante un problema político.

La Moncloa se niega a encauzar el conflicto creado por la Generalitat al plantear un referéndum ilegal. Le viene de perlas el reto soberanista catalán. Por cuatro razones muy rentables para Rajoy: Primera, envuelve el asfixiante clima de corrupción que el PP ha desparramado por toda la península Ibérica; segunda, frena el trasvase de parte de su electorado a Ciudadanos, de aquellos votos descontentos de que se identifique a la derecha con la delincuencia; tercera, ayuda a recuperar el apoyo de masas necesario para aplicar los nuevos recortes sociales en sanidad, educación y pensiones y cuarta, persigue encerrar a toda la izquierda en un callejón sin ninguna salida. Así, la dialéctica real España una o plurinacional viene a ser sustituida por la falsa dicotomía nacionalismo catalán o nacionalismo español.

En este marco recentralizador del Estado de las Autonomías las propuestas de Podemos, un referéndum pactado, o del PSOE, una reforma federal, son inviables, además de ser insuficiente la morada y llegar con mucho retraso la socialista. El PP nunca va a aceptar lo que hoy propone Pablo Iglesias, ni mucho menos lo que pueda proponer Pedro Sánchez. No va a sumarse a ninguna iniciativa política que desbloquee el problema catalán dado que de su radicalización depende su muy complicada estancia en la Moncloa. Precisamente, porque sabe muy bien que la mayoría de ese 80% de catalanes que desea votar el próximo 1 de octubre, lo haría contra la independencia de Cataluña, no cabe esperar flexibilidad alguna. Prefiere la larga enfermedad independentista, que le mantiene en el poder, que cualquier diálogo político que pudiera poner en cuestión tanto su gobierno como la visión de una España centralista.

Este candado de Rajoy, que impide hoy la imprescindible reforma del modelo territorial del Estado español, sólo puede ser abierto con la llave de un gobierno progresista que permita votar en Barcelona, Bilbao o Santiago como se ha votado en Edimburgo o Quebec. Sin una clara alternativa de progreso, que de una salida democrática a la cuestión de las nacionalidades históricas, tanto separadores como separatistas continuarán distorsionando todo el debate sobre los graves problemas sociales que padecen la inmensa mayoría de los españoles. Es, por lo tanto, a la izquierda a quien corresponde la tarea de acumular la fuerza social transformadora necesaria para acometer la renovación democrática del Estado español. De la derecha, tanto la de Madrid como la de Barcelona o Bilbao, no cabe esperar nada más que la guerra de banderas rojigualda, estelada u bicrucífera que envuelven sus bien nutridos bolsillos.

La conclusión política es bastante obvia. Botar a Rajoy para votar la España plurinacional en todos los pueblos que la componen. Ello es posible porque, al contrario de las dos precedentes experiencias democráticas (la I y II República), el PP ya no puede utilizar la cuestión religiosa o el problema militar. Tampoco, geopolíticamente, el escenario es como el de los siglos XIX y XX. Ni siquiera Berlín intervendría en una posible remodelación territorial aprobada conjuntamente por el pueblo español. No le resta, pues, más arma dialéctica que instrumentalizar la plurinacionalidad tratando de enfrentar, unos contra otros, a todos los pueblos que configuran el Estado español. En ello están todas las derechas, sea cual sea su bandera. Justo en lo contrario, la unidad en la diversidad plurinacional de España, deben encontrarse las izquierdas.

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