Es necesario que la evolución de los salarios se ajuste a la de la productividad. Afirmación, en apariencia, cargada de sentido común y de lógica económica. Más ahora, en tiempos de zozobra, cuando las empresas necesitan adaptar su estructura de costes a las adversas y variables condiciones impuestas por una crisis que no acaba de remontar. Sin embargo, en esa afirmación hay más confusión de lo que parece, adivinándose planteamientos e intereses que, como es habitual en los debates económicos y políticos, están convenientemente camuflados.
¿Debemos suponer acaso que los salarios han crecido en España y en la Unión Europa más que la productividad y que ha llegado el momento de corregir esa anomalía? En absoluto. Ha sucedido justo lo contrario. Desde hace varias décadas, los ingresos de la mayor parte de los trabajadores comunitarios han progresado, cuando lo han hecho, menos que el índice de productividad. El resultado de esa discordancia ha sido que la participación de los salarios en la renta nacional ha experimentado un persistente declive.
Y en el periodo de crisis la brecha entre ambas variables se ha hecho todavía más pronunciada. Los últimos años, los salarios reales de muchos trabajadores han permanecido estancados o en franco retroceso. Fruto de esta deriva, la participación de los salarios en la renta nacional ha caído entre 2009 y 2013 en seis puntos porcentuales, hasta alcanzar el 52%; de modo que, en cuatro años hemos retrocedido tanto como entre 1994 y 2007.
Al mismo tiempo, la productividad laboral (medida por el Producto Interior Bruto por persona empleada, a precios de 2005) ha aumentado en un 9% acumulado. Este aumento no se explica porque los bienes y servicios ofertados por nuestra economía sean de más calidad, sino porque los años de crisis han sido testigos de una persistente y masiva destrucción de puestos de trabajo.
Desde la perspectiva de los centros de trabajo, por paradójico que pueda parecer dada la insistencia con que, una y otra vez, los medios de comunicación y la academia (conservadora) lanza a los cuatro vientos que los salarios deben seguir el curso de la productividad, ese debate en realidad no se ha abierto. Y no lo ha hecho porque introducirlo en la negociación colectiva en toda su variedad y complejidad requiere de un dialogo social, profundo en los contenidos, además de participativo y democrático, que en las empresas ni existe ni se le espera.
En un contexto donde la negociación colectiva ha sido de hecho derogada o bien desvirtuada –este es uno de los resultados más evidentes de la última reforma laboral-, quedando reducida a un expediente para bajar los salarios a cambio de un vano intento de preservar el empleo o de minimizar los ajustes de plantilla, se está procediendo a una sustancial intensificación de los ritmos de producción y a la prolongación de las jornadas de trabajo.
¿A qué se reduce, en buena medida, la práctica (más que el debate) de asociar salarios y productividad? A que una parte, variable pero creciente, de la remuneración de los trabajadores dependa de su productividad (entiéndase bien, no de la productividad de la firma). Así, son muchas las empresas que están introduciendo o actualizando mecanismos de evaluación y revisión de los ritmos de trabajo. Al vincular un porcentaje de los salarios a la consecución de objetivos, se supone que el esfuerzo de los trabajadores aumentará, reduciéndose los tiempos necesarios para la realización de las tareas, con el consiguiente aumento de la productividad laboral.
Esta práctica, que ya formaba parte de las políticas retributivas, ha cobrado una importancia creciente. Son muchas las empresas que han implementado programas de "racionalización de tareas" consistentes en definir los tiempos de cada una de ellas y sobre esta base incrementar el rendimiento de los trabajadores (sin eufemismos: aumentar la explotación). Las empresas fijan las primas entre los diferentes grupos de trabajo o, en ocasiones, las establecen de manera individual.
Se consigue así aumentar la presión sobre los trabajadores, abriendo una vía para reducir los salarios e intensificar los ritmos de producción (en un proceso de ajuste continuo de los tiempos exigidos para recibir la correspondiente prima). Y esto es compatible con el mantenimiento de las condiciones pactadas en buena parte de los convenios colectivos, condiciones que, por cierto, también se están revisando a la baja. Asimismo, y este no es el menor de los objetivos, se favorece una dinámica de competencia por las primas entre los propios trabajadores. El conflicto de intereses entre diferentes grupos de operarios contribuye a su desunión, dificultando la actuación de los sindicatos.
En resumen, ¿discordancia entre el comportamiento de los salarios y el de la productividad? Sí, pero en un sentido muy distinto del que, con frecuencia, se señala. Las retribuciones de los trabajadores quedaron descolgadas de los avances en la productividad mucho antes de que estallara la crisis, brecha que se ha acentuado en estos últimos años y que, dada la relación de fuerzas, cada vez más favorable a los intereses de los capitales, las elites políticas y las oligarquías económicas, podría convertirse en un rasgo estructural de nuestra economía, y del conjunto de las economías comunitarias.
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