Otra economía

“El Estado es el problema y los mercados la solución”

Este es uno de los pilares centrales sobre los que se han edificado las políticas económicas llevadas a cabo para gestionar y salir de la crisis actual. Pero este planteamiento va mucho más allá de la consecución de determinados objetivos de déficit y deuda públicos; está relacionado con ello, pero trasciende ampliamente la coyuntura. Por supuesto, para sus defensores, seguir este principio es necesario para abordar la crítica situación que nos ha tocado vivir; debe impregnar permanentemente –en momentos de crisis, sí, pero también en periodos de auge- la actuación de los responsables políticos.

¿Cuál es el meollo de ese razonamiento? Muy simple: Se supone que la intervención del sector público es intrínsecamente ineficiente en relación a los estándares que garantiza el mercado. Partiendo de la conocida definición de la ciencia económica (que no hay manual de economía que se precie que no la incorpore) de que su objeto es asignar recursos escasos entre diferentes alternativas, el asunto queda claro: dejemos que sea el mercado quien, dado su plus de eficiencia frente al Estado, realice esa tarea de distribución de los recursos cuya dotación es limitada. Podemos escribir de nuevo el axioma de esta manera: la intervención del Estado es siempre un problema (o, siendo condescendientes, un mal menor), mientras que el mercado, por definición, porque así lo sostiene la teoría económica dominante, es, en todos los casos, la mejor opción.

Poco importa que la crisis económica se haya incubado en los mercados financieros globalizados, ampliamente hegemonizados por el sector privado, en torno a los cuales los grupos económicos y las grandes fortunas han cosechado enormes beneficios; que los intereses articulados alrededor de esos mercados se hayan aprovechado de las permisivas y sesgadas regulaciones de los bancos centrales, creando de este modo las condiciones para que los operadores privados pudieran hacer sus negocios sin apenas control público.

El resultado está a la vista. El crecimiento exuberante e irracional del segmento financiero de la economía y su progresiva desregulación, la escalada de endeudamiento de bancos, promotores inmobiliarios y constructoras y la asunción de riesgos excesivos en busca de ganancias a corto plazo están en el origen de la economía de la deuda y del posterior crack financiero. Los mercados han sido, por lo tanto, ineficientes, y al mismo tiempo muy lucrativos para algunos.

Tampoco importa gran cosa que una parte fundamental de la intervención de los Estados nacionales en la economía, tanto en lo que concierne a los ingresos como a los gastos públicos, haya consistido en fortalecer el proceso de acumulación capitalista. De muy diferentes maneras: promoviendo un régimen fiscal claramente favorable a los intereses del capital y permitiendo que las grandes empresas eludan sus obligaciones tributarias, ofreciendo espacios de negocio a los capitales privados en ámbitos tradicionalmente cubiertos por los servicios públicos, o invirtiendo, con los recursos de todos, en infraestructuras y capital social, utilizado y rentabilizado por la iniciativa privada.

¿Cómo encajar en ese diagnóstico culpabilizador del Estado que, antes del estallido de la crisis, las cuentas públicas estuvieran relativamente saneadas, según los estrictos criterios establecidos en Maastricht, y que en algunos casos exhibieran incluso un superávit? Si, como sostiene la economía convencional, la virtud se encuentra en unos presupuestos equilibrados, en modo alguno cabe apelar al despilfarro público como responsable de la crisis.

Pero nada de esto es relevante; el rodillo avanza, como si nada, inexorablemente: El Estado debe retirarse, quedar reducido a la mínima expresión, y el mercado debe ocupar los espacios dejados por lo público.

Ya sabemos que tras esta formulación se cobijan las pretensiones de firmas que atisban nichos de negocio, bien con las privatizaciones de empresas estatales, bien con la externalización de servicios públicos. Estos últimos años ofrecen numerosos ejemplos al respecto en tres de las economías más afectadas por la crisis: España, Grecia y Portugal. Como acompañamiento y también como justificación de estos intereses, hay mucha escolástica acerca de las virtudes de los mercados. Como si en ellos impregnara la competencia perfecta, en lugar de estar dominados por un puñado de grandes corporaciones que operan en condiciones de oligopolio, con densas conexiones accionariales que generan una inextricable malla de intereses cruzados y opacos.

En mi opinión, los grandes desafíos que tienen por delante las economías comunitarias, sobre todo las más débiles, necesitan de una intervención rotunda, decisiva y estratégica del Estado; justo lo contrario de lo postulado desde las tribunas neoliberales y de la orientación de las denominadas políticas de austeridad. Para la provisión de servicios públicos que detengan la creciente fractura social; para la implementación de una reforma fiscal progresiva que permita obtener recursos necesarios para sostener las políticas públicas; para promover una profunda renovación y modernización de las capacidades productivas con criterios de sostenibilidad; para la desactivación del potencial desestabilizador de los mercados financieros; para la reversión de las reformas laborales que han entregado el poder a empresarios y patronales; para la configuración de un polo financiero público que, liberado de las servidumbres actuales (entregar recursos a los bancos privados sin contrapartida alguna en cuanto a la utilización que se hace de los mismos), haga posible sostener una política de reconstrucción del tejido productivo y social; y para abrir un proceso de reestructuración de la deuda pública que, necesariamente, supondrá  que los grandes acreedores asuman una parte del coste y que, posiblemente, implicará la denuncia de otra parte como ilegítima.

Reivindico sin complejos, incluso con urgencia, al Estado como actor decisivo en una estrategia de superación de la crisis, sin que ello signifique aceptar o cargar con la parálisis, la corrupción y el desprecio hacia la ciudadanía que recorre las actuales instituciones estatales y a buena parte de la clase política. Por todo ello, se impone, es una exigencia de una agenda de estas características, una amplia y profunda refundación democrática de los espacios públicos y de la política, una acción social y ciudadana que permita expresar y canalizar las demandas de la mayoría, ahora ignoradas en el contexto de una inercia con tonos crecientemente antidemocráticos.

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