Fernando Luengo
Economista y miembro del círculo de Chamberí de Podemos
@fluengoe
Blog: https://fernandoluengo.wordpress.com
Las derechas y el pensamiento económico conservador defienden, en teoría al menos, bajar los impuestos, convirtiendo este objetivo en una de sus principales banderas; colgando a las izquierdas y al pensamiento crítico el sambenito de querer aumentar la presión fiscal o mantenerla en niveles elevados.
Como tantas veces en economía y en política, estamos ante un asunto crucial que se aborda de manera deliberadamente confusa, con afirmaciones de trazo grueso. Centrar la cuestión en los impuestos es poner el foco en las herramientas, en los medios; pero ¿al servicio de qué política económica, de qué economía se utiliza el potencial recaudatorio de los Estados? Esta es, en mi opinión, la pregunta fundamental sobre la que, necesariamente, hay pronunciarse.
Lo primero que hay que aclarar es que la retórica populista de la rebaja generalizada de impuestos oculta que, de hecho, tan sólo se reduce la carga fiscal soportada por las grandes fortunas y corporaciones, que en el estado español, en Europa y a escala global cada vez contribuyen menos al sostenimiento de las arcas públicas. No sólo se recortan los tipos impositivos medio y marginal sobre los ingresos y los patrimonios de los ricos, sino que existen numerosos recovecos y mecanismos para eludir sus obligaciones fiscales. El contrapunto de esta situación es que el peso de las políticas públicas recae en una medida creciente sobre las clases populares, atrapadas en un sistema tributario crecientemente regresivo.
¿Qué pretenden y en gran medida están consiguiendo las elites, representadas por los partidos del establishment, con el mensaje de reducir los impuestos? Las políticas conservadoras deslizan un mensaje, nada sutil, pero de gran calado: el Estado es intrínsecamente ineficiente y despilfarrador, mientras que el sector privado se comporta de manera eficiente y racional. Se afirma que, con la reducción de los impuestos, se redistribuyen los recursos desde la esfera pública a la privada, consiguiendo de esta manera un plus de crecimiento. Nada importa, en esta línea argumental, que en el origen mismo de la crisis económica se encuentre un sector financiarizado, que ha alimentado una economía basada en la deuda; ni que las administraciones públicas hayan transferido cantidades ingentes de recursos desde el presupuesto hacia los grandes bancos, con el objeto de resolver los problemas de liquidez y solvencia ocasionados por una gestión arriesgada e ineficiente, responsable del crack financiero.
Se argumenta, además, que el aminoramiento de la presión fiscal deja más dinero en los bolsillos, lo que contribuye a la activación del consumo y de la inversión, favoreciendo de esta manera el crecimiento económico, gran icono de la economía convencional. La realidad es, sin embargo, muy diferente. La reducción de los impuestos pagados por los poderosos -acabo de mencionar que son los únicos que se han beneficiado de esas políticas- apenas ha contribuido a reforzar la inversión productiva. Los "ahorros" (regalos, más bien) generados por los recortes impositivos fundamentalmente se filtran a los mercados financieros, donde encuentran rendimientos muy jugosos, se convierten en sustanciosos dividendos para los grandes accionistas o se utilizan en operaciones de recompra de las acciones de sus empresas para provocar alzas en las cotizaciones en las bolsas de valores, negocio asimismo muy lucrativo para las cúspides empresariales y los mayores accionistas. Y, por supuesto, tampoco han activado sustancialmente el consumo, salvo el de bienes y servicios de lujo, lo que tiene una escasa repercusión en el conjunto de la demanda agregada,
Pero no perdamos de vista lo fundamental. El objetivo central de estas políticas es socavar la capacidad financiera de los Estados para atender sus necesidades de gasto. El debilitamiento o quiebra de las políticas públicas, sociales y productivas, abre un formidable área de negocio para el sector privado, principalmente para las grandes corporaciones, que de hecho ya están aprovechando: privatizaciones de empresas públicas, fondos de pensión privados, mercantilización y externalización de servicios públicos... Asimismo, el deterioro de la capacidad recaudatoria y la probable aparición de déficits en las cuentas públicas hace necesario emitir deuda en los mercados, otro próspero negocio para los intermediarios financieros y las grandes fortunas.
Un planteamiento alternativo pasa por poner en el centro las necesidades de las mayorías. Abrir un amplio debate social y político que permita definir objetivos, identificar prioridades y fijar plazos. En este sentido, hay que hablar de educación y salud, del derecho a la vivienda, de la lucha contra la exclusión social y la pobreza, de la redistribución de la renta y la riqueza y de la equidad de género, del derecho a pensiones dignas y del cuidado a nuestros mayores, de la reversión del modelo de producción, consumo y transporte depredador y de los desafíos del cambio climático, del aumento de los salarios y del trabajo decente, de poner coto al poder de las grandes corporaciones y de la regulación de la industria financiera, de la solidaridad entre los pueblos y del respeto a los derechos humanos... Mapa temático que está en las antípodas del articulado en torno a la austeridad salarial y presupuestaria, las reformas estructurales centradas en más mercado y la consecución de mayores estándares de competitividad.
Si la problemática a encarar se encuentra en los asuntos que acabo de enunciar, hay que reivindicar, sin complejos, una enérgica actuación del sector público, apoyado en la movilización de la ciudadanía y en la exigencia altos niveles de transparencia y participación. No cabe pedir "peras al olmo". El sector privado, movido por la consecución del máximo beneficio y con un criterio de rentabilidad de corto plazo, no está en condiciones de liderar una agenda con estos contenidos; más bien lo contrario, las elites económicas y políticas opondrán, ya lo están haciendo, una activa resistencia a que se avance en esta dirección.
Y es en este contexto donde hay que situar el debate sobre los impuestos (también, por cierto, las intolerables exigencias de Bruselas en materia de déficit público). Unas administraciones públicas comprometidas con esta agenda tienen que disponer de suficiente capacidad recaudatoria para acometer las transformaciones que se necesitan. ¿Más, menos impuestos? Los necesarios para llevar a buen puerto una agenda con este perfil. Y quizá lo más importante, un diseño de la estructura fiscal coherente con una estrategia comprometida con la equidad y la sostenibilidad tiene que apostar con determinación por la progresividad tributaria, porque paguen más los que más tienen.
Comentarios
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