Otra economía

¿Está muerto el pacto de rentas?

¿Está muerto el pacto de rentas?
Varias personas sujetan una pancarta durante una marcha de Sol a la Plaza de Oriente para pedir la derogación de las reformas laborales, a 25 de junio de 2022, en Madrid (España). .- EUROPA PRESS

Surgió como una ambiciosa propuesta del Gobierno dirigida a los grandes sindicatos y patronales. El objetivo era abrir una mesa diálogo que acordase una moderación en el crecimiento de las rentas, tanto de las de naturaleza salarial como de los beneficios empresariales, para, de esta manera, hacer frente a una inflación que estaba creciendo de manera alarmante. El Gobierno solicitaba a los agentes sociales contención en sus exigencias y solidaridad para frenar el avance de los precios.

Ha pasado el tiempo, aunque de tanto en tanto se saca a relucir la necesidad de ese pacto de rentas, y en estos días se vuelve a hablar de él, la negociación entre los actores que lo debían protagonizar es inexistente y el Gobierno, en este clima de desencuentro, más allá de los gestos retóricos en busca de titulares mediáticos, parece haber tirado la toalla. ¿Qué ha pasado?

Lo primero que hay que tener en cuenta es que el planteamiento del Gobierno era (¿deliberadamente?) confuso. Como he señalado antes, su propuesta hacía referencia -teóricamente, al menos- tanto a las rentas del trabajo como a las del capital. Como si hubieran evolucionado de manera similar y ambas partieran de la misma situación, como si estuvieran en parecidas condiciones de afrontar la emergencia que estamos viviendo.

Nada más lejos de la realidad. Las retribuciones de la mayor parte de los trabajadores, en los últimos años y tendencialmente, apenas han crecido o incluso han retrocedido; mientras que, por el contrario, los beneficios y las rentas del capital han aumentado. Ello ha supuesto que el peso de los salarios en la renta nacional se haya reducido; de acuerdo con la información proporcionada por la Oficina Estadística de la Unión Europea (Eurostat), entre 2000 y 2021 esa reducción ha sido de 3,5 puntos porcentuales. Así pues, el "esfuerzo" exigido por el Gobierno a los trabajadores, la contención salarial, ha sido la constante de las últimas décadas; ¿se les pide sacrificios adicionales en un contexto de inflación desbocada (en junio la tasa interanual supera ya el 10%), cuando la pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios ha sido y está siendo sustancial?

Pero, además, hay que precisar que hablar de salarios -así, en general- no tiene sentido, pues oculta la enorme desigualdad que existe en los ingresos de los trabajadores. Lo deja claro el Instituto Nacional de Estadística al indicar que en 2020 (último año para el que se dispone de información) el sueldo promedio del decil salarial inferior era de poco más de 500 euros mensuales, mientras que el del 10% mejor retribuido estaba muy cerca de los 5000 euros; ilustra muy bien la magnitud de esta brecha que el número de trabajadores pobres supera ampliamente los 2 millones. En la misma dirección, pero con datos todavía más llamativos, y alarmantes, apunta la información proporcionada por la Comisión Nacional del Mercado de Valores: la diferencia entre las retribuciones percibidas por los principales ejecutivos de las empresas del IBEX y los salarios del decil inferior es de más de 2000 veces. ¡Casi nada!

Por todo lo anterior, no se puede meter a todos los trabajadores en el mismo saco; el indicador de "salarios promedio" aporta una información a todas luces insuficiente. Es evidente que el crecimiento de las retribuciones más elevadas -muy superior a la tasa de inflación- debe contenerse y resulta asimismo obvio que las de los trabajadores que perciben salarios más bajos deben aumentar de manera sustancial, por encima del incremento registrado en los precios. Este es, en mi opinión, el punto de partida obligado de un Gobierno progresista, que dice tener como eje de su acción política la lucha por la igualdad.

En lo que concierne a las patronales -hay que precisar que las convocadas a la mesa negociadora están muy lejos de representar al conjunto de las empresas, muchas de las cuales también están seriamente afectadas por la sacudida en los precios-, su postura ha sido clara desde el primer momento. No estaban por la labor de negociar los beneficios, cuya parte en la renta nacional, como he señalado anteriormente, no ha dejado de aumentar.

Quieren preservar tan confortable dinámica y mantener intacta su privilegiada posición. No sólo se han negado en redondo a que los salarios se actualicen con la inflación, ofreciendo fórmulas que suponen una sustancial pérdida de capacidad adquisitiva de los mismos, sino que en modo alguno están dispuestos a poner en el tablero del debate político la moderación de los beneficios. ¡hasta ahí podíamos llegar!

En estos tiempos de turbulencia, con una tasa de inflación que no se conocía desde hace décadas y con la amenaza de una recesión en el horizonte, las retribuciones de las elites empresariales continúan creciendo, incluso por encima de lo que lo hacen los precios, al tiempo que los accionistas continúan percibiendo suculentos dividendos.

El desbordamiento de la inflación, les ha dado el pretexto definitivo para salirse de la negociación del pacto de rentas. Ha ayudado mucho el mantra del peligro de una espiral salarios/precios o los denominados "efectos de segunda ronda", según los cuales la preservación de la capacidad adquisitiva de los trabajadores sólo conduciría a la intensificación de la inflación... y al final todos peor, los asalariados, los empresarios y el conjunto de la economía. ¿Qué importa que los salarios pactados en convenio se sitúen muy por detrás del aumento de los precios y que sólo una pequeña parte de esos convenios contengan clausulas de actualización en función de la inflación? ¿acaso es relevante que no haya ni un solo indicio de la existencia de una tensión alcista en los salarios, ni tan siquiera cuando se han alcanzado altos niveles de ocupación? Ante esta situación, ya sabemos lo que toca, ¡abajo la evidencia empírica, arriba la manipulación ideológica y los prejuicios, siempre en defensa de los privilegiados!

En este escenario, el Gobierno ha dado un paso atrás y sólo mantiene de manera retórica y poco convincente la necesidad de articular un pacto de rentas, que, como se deduce de toda la argumentación anterior, ni debe ni puede convertirse en una política de represión salarial, como las implementadas a lo largo de las últimas décadas por gobiernos populares y socialistas.

Lo cierto es que, con independencia de que se active o no la mesa de negociación, está en manos del Gobierno aplicar políticas redistributivas en materia de renta y riqueza. Es importante considerar ambos planos (en la llamada para sellar una política de rentas en absoluto quedaba claro este vínculo), porque los ingresos de las capas privilegiadas de la sociedad se destinan en buena medida a acrecentar su riqueza en forma, sobre todo, de activos financieros e inmobiliarios, y la titularidad de estos es una fuente fundamental de renta. De modo que ambos planos, claramente interconectados, no se pueden ni se deben separar en una política pública con vocación redistributiva.

El Gobierno, si tuviera voluntad política y compromiso con la mayoría social, cosa que hay que demostrar en los hechos, podría fijar límites a las retribuciones de los principales ejecutivos y equipos directivos y limitar el reparto de dividendos a los accionistas, no sólo en las empresas de titularidad o con participación pública, sino también en las firmas privadas que reciban fondos o apoyos públicos, a las que, asimismo, se debe exigir el mantenimiento de la capacidad adquisitiva de los salarios de sus trabajadores y la mejora de las condiciones laborales. Y por supuesto también es competencia del Gobierno la subida del salario mínimo, la actualización de las pensiones y las retribuciones de los trabajadores públicos, ámbitos en los que debe actuar con determinación para evitar que la inflación erosione estos ingresos.

Y un asunto muy importante, que también es competencia del Gobierno, y aquí no hay excusa que valga, es aplicar una fiscalidad progresiva, no sólo sobre los beneficios extraordinarios obtenidos por las compañías energéticas, sino sobre los beneficios corporativos, las rentas altas y la riqueza. La financiación de la acción pública y muy especialmente de las políticas sociales, no puede descansar en la deuda -que ya alcanza niveles muy elevados y que no deja de aumentar-, sino que debe sostenerse en una política fiscal con vocación redistributiva. Ha llegado el momento de aplicarla, no caben paños calientes.

Un último apunte al respecto de la viabilidad de todo lo anterior, que acaso se pueda extender a la viabilidad de una política decididamente progresista. Nada se puede conseguir si no hay movilización social y esta se encuentra en sus horas más bajas. La cuadratura del círculo que alimenta la impotencia y la impaciencia, y que da alas a las derechas, que enfrente tienen a unas izquierdas atrapadas en una institucionalidad que ofrece un campo de juego claramente insuficiente para acometer transformaciones ambiciosas. Es en el compromiso con la aplicación de políticas como las que acabo de enumerar telegráficamente donde las izquierdas pueden ampliar su base social.

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