Frases hechas, pensadas para su rápida difusión y consumo, simples, simplistas, accesibles... y tramposas. No es información, pero ¿quién la necesita cuando de lo que se trata es de convertir a la ciudadanía en potenciales votantes acríticos, dóciles y manejables? Eslóganes que, en su sencillez, pretenden reflejar un sentido común incuestionable, píldoras que valen tanto para un programa de entretenimiento, como para la vorágine de las redes sociales o los debates (por llamarlos de alguna manera) donde el ejército de tertulianos hace gala de su saber universal.
Abundan los ejemplos. Algunos de los más utilizados (y que siempre están ahí, disponibles para sacarlos a pasear cuando sea necesario): "El Estado debe comportarse como si fuera una familia", "en momentos de crisis es necesario apretarse el cinturón", "las virtudes de la austeridad salarial", "la conveniencia de la disciplina presupuestaria"; "la iniciativa privada es intrínsecamente eficiente, lo contrario del sector público"; "la creación de empleo es la política social por excelencia". Tan sólo algunos mantras de una lista interminable. Con frases de este tenor se han justificado políticas que han lastrado las economías, empobreciendo a buena parte de la población y enriqueciendo a las élites. Pero, a pesar de todo, aquí siguen, abanderando una suerte de sentido común indiscutible e inexpugnable.
Un par de ejemplos, más próximos, de lugares comunes que se repiten una y otra vez: "La gente no quiere jaleos, sino que sus problemas sean resueltos" (ha dicho Yolanda Díaz hace unos días); "no dejar a nadie atrás" (frase aireada continuamente por este Gobierno y por los dos partidos que lo han sostenido). Suenan bien, lo reconozco; tienen recorrido mediático, es evidente; y son lemas tranquilizadores, también es obvio. Pero, sinceramente, afirmaciones de este tipo me parecen una simpleza, muy del tono de los tiempos que nos ha tocado vivir (y sufrir). Trasladan un mensaje erróneo y adormecedor.
Porque, lo cierto es que las desigualdades, en todos los órdenes de la vida -y, por supuesto, en lo que concierne a la economía- son enormes y crecientes. Las elites no sólo resisten en su trinchera, cual aldea gala de Axtérix y Obélix, sino que empujan con éxito, haciendo valer su posición de poder, ocupando las instituciones y poniéndolas a su servicio, y de esta manera perpetuando y acrecentando sus privilegios. La realidad se impone a los deseos de quienes sostienen que el objetivo de las políticas públicas es "no dejar a nadie atrás"; esa realidad que nos dice, sin concesiones retóricas, que, por el contrario, son muchas las personas que han experimentado un deterioro en sus condiciones de vida, que se están quedando atrás porque las políticas y los políticos supuestamente de izquierdas no han tenido el coraje de enfrentar los intereses de los poderosos.
Un gobierno y una política que quiera revertir esa dinámica tiene que ser consciente de que comprometerse con las clases populares, ¡sí, clases sociales!, implica enfrentar los privilegios de las elites y los oligopolios, ¡sí, hay que limitarlos, reducirlos! ¿Haciendo gala de sentido común, levantando la bandera del diálogo? Como dice Yolanda Díaz, "sin jaleos". Pues no, la experiencia nos dice más bien que, en ausencia de una potente movilización social -que acompañe a esos argumentos, a ese sentido común que tanto se reivindica-, las denominadas fuerzas del cambio están condenadas a pelear por las migajas, sin conseguir cambios sustanciales que mejoren las condiciones de vida de las mayorías sociales, sin cuestionar los pilares básicos del sistema, que terminan por legitimar, convirtiéndose, finalmente, en piezas de ese engranaje. ¿Quiere todo esto decir que es fácil hacer valer las políticas de signo transformador? En absoluto, es muy difícil y, posiblemente llevará mucho tiempo. Pero este es el desafío que las gentes de izquierdas tenemos por delante. Mucho por hacer y por pensar, y, lo primero, desprendernos de los discursos tramposos y adormecedores.
Comentarios
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