Tentativa de inventario

El periodista que amaba el fango

El periodista que amaba el fango
Un grupo de reporteros toman notas durante una conferencia de prensa en Washington DC.- AFP

Tengo un amigo que casi es periodista. Es decir, tiene su licenciatura y su cuenta en el tuiters, opina movidas y malvive en un altillo de Arganzuela. Es también tremendo borrachín, pero este es un dato puramente accesorio. El caso es que sobrio es un tipo de lo más riguroso, acostumbra a hacer un exhaustivo trabajo de campo, contrasta sus informaciones, cuida de sus fuentes, se nutre de ellas y cuando lo tiene todo atado y bien atado, decide no publicar.

Como comprenderán su falta de concreción viene colmando, de un tiempo a esta parte, la paciencia de sus superiores. Justifica su inacción esgrimiendo vaguedades sobre la necesidad de apuntalar determinada declaración, ir hasta el fondo de no sé qué o cotejar por enésima vez una información. Pero al ser tremendo borrachín a veces cae en la melancolía y me confiesa, entre eructillos y reflujos, que su inoperancia responde a una suerte de elección vital.

Cuesta imaginar a un cazador que, llegado el momento, no dispare a su presa, o a un delantero que en línea de gol decida, contra todo pronóstico, no empujar el balón a la red. Un fracaso a voluntad, de eso va lo de mi amigo, de dejarlo pasar sin atisbo de impotencia, de transitar el periodismo como un artista sin obra. Se podría decir que le dobla la apuesta a Ferreras; no es el contenido lo que le parece "demasiado burdo", sino el mero hecho de publicarlo.

La renuncia de mi amigo, además de proveerle de un despido procedente más o menos inminente, le confiere un cierto halo romántico. En ese pudo ser que finalmente no es, brilla con desolada luz un tipo que pudiendo alzar la voz opta por el silencio, un silencio que no busca encubrir, que es el vacío, la nada. Mi amigo, como ya intuirán, además de un borrachín es ciertamente un payasete que se mueve con presteza entre lo performático y la pura tontería.

Dejando a un lado consideraciones deontológicas –es obvio que este amigo mío no está capacitado para poner en jaque a los poderes fácticos y por tanto para la práctica del oficio– su voluntariosa desidia nos habla de una derrota, la de un tipo que claudica ante la verdad de lo que acontece ya sea por inabarcable, por inefable, o porque, sencillamente, no existe.

Como negar la existencia de la verdad rebasa con creces las capacidades intelectivas de nuestro concernido (no olvidemos que es licenciado en periodismo), no le queda más que la intuición. Y la intuición le dice que su oficio, el que desempeña sin definición, se ha llenado de gritos, conchabeos y muladares mediáticos, también de humeantes cocinas en las que los hechos aparecen servidos como opiniones y las opiniones como hechos.

Una intuición que, por cierto, le ha llevado a apuntarse a un curso de cerámica subvencionado por el Ayuntamiento de Madrid. Hundir las manos en el barro y darle forma, dice, le recuerda a su oficio demediado. A veces, con los dedos ahí metidos, sintiendo en las manos la humedad del fango mi amigo esboza una sonrisa. Parece feliz pero en el fondo está retriste.

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