Tentativa de inventario

Cuando el bochorno viene a vernos

Cuando el bochorno viene a vernos
El cazador cazado se dirige a su audiencia con varias perdices colganderas.- PACMA

La imagen, no me negarán, sobrecoge. La secuencia del cazador, que incluye una breve alocución sobre la búsqueda del placer, nos devuelve a un tiempo que ya no es. El movimiento pendular de las perdices, las calcetas bien dispuestas, el contrapicado, todo en la escena remite a algo cuasi mitológico. Como si de una aparición cavernaria se tratara. Un grito atávico que se ha perpetuado hasta nuestros días. La irrupción del cazador en nuestras vidas es, en cierto modo, un recordatorio de lo que nos define como homo sapiens junto a nuestro inquebrantable anhelo de libertad y nuestra capacidad para la abstracción, a saber; la posibilidad de encaramarnos al bochorno como si no hubiera un mañana.

Y es que siempre es útil, en este tipo de casos, detectar hasta qué punto se está incurriendo en tremendo ridículo. Que sea uno mismo y no otro el que determine el desaguisado que proyectamos. Ahorrarle a ese otro la obligación de ponernos al corriente del nivel de patetismo que estamos gestionando. Todos, en mayor o menor medida, con la excepción quizá de Arturo Pérez-Reverte, hemos ahondado en esa gruta hecha de infamia y humillación autoproducida. Todos, en algún momento de nuestra existencia, nos creímos inmunes a la posibilidad de transitar lo grotesco.

Tengo un amigo que estuvo ahí recientemente. Que franqueó los caprichosos meandros del oprobio y la indignidad. Lo hizo con todo. Como se hacen estas cosas. Porque el ridículo, de ejecutarse, debe hacerse sin remilgos, con vocación de plenitud. Pues bien, cuenta este amigo que bajó al Carrefour a buscar algo que echarle a los macarrones en un estado de ligero letargo y salió del establecimiento con un triste bote de tomate y una barra pan bajo el brazo. Ya en la puerta fue a desatar al perrito que custodiaba –perrito que estacionó previamente junto a un árbol– con tan mala suerte de que el citado perrito, debido a un pequeño desajuste gastrointestinal que venía arrastrando, hizo sus movidas con cierta laxitud.

El compromiso cívico de mi amigo le llevó, cómo no, a tratar de despejar de la vía pública la papilla que se había gestionado perrito. La inconsistencia de lo engendrado imposibilitaba cualquier tipo de manipulación, por lo que se vio obligado a poner en marcha una suerte de pantomima con miras a evidenciar de cara a la galería su ya mencionado compromiso cívico. Fue entonces, en mitad del paripé, que mi amigo optó por remover con la bolsa del Carrefour el blandiblub canino, el infortunio quiso que cuando fue a sacar el frasco de tomate este se le precipitó y fue a parar al lugar del pastiche, engrosando la fatalidad de mi amigo y completando la argamasa callejera.

Entretanto el perrito que no cesa en su ladrido. Perrito que ladra y ladra concitando al vecindario. Un ladrido que por momentos parecía de mofa, otras de puro espanto, pero que, en cualquier caso, era un ladrido anunciador de lo que estaba aconteciendo. El perrito defecante pasó así a convertirse en perrito pregonero del calvario de mi pobre amigo. Arrodillado en una triste acera de Carabanchel Alto, amasando una pasta cuya resultante cromática arrojaba un tono terracota de una intensidad tal que, pese a lo delicado del momento, mi amigo supo apreciar –aún por un instante– con mirada estética.

Mi amigo, sin pretenderlo, desempeñó el ridículo con solvencia. Y es que conviene, aunque no siempre esto es posible, que lo accidental defina el modo en que hacemos el ridículo. Que sea una contingencia sobrevenida y no un modo de estar en el mundo. De lo contrario puede uno terminar subido a un promontorio con un par perdices colgando de la chorra. Y tampoco es cuestión.

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