Tentativa de inventario

Adopta un escritor

Adopta un escritor
Un hombre se interesa por un libro en la Feria del Libro de Madrid, a 10 de septiembre de 2021. EFE/ Emilio Naranjo

En la 268 el escritor Fernando Aramburu acaba de anotar en la página de cortesía de su último libro Para Francisca con agrado. Sobra decir que la tal Francisca ha quedado complacida. Un ligero tembleque en sus manos evidencia la honda emoción que siente al ver que, en efecto, bajo esa caligrafía de urólogo, se intuye un escueto Para Francisca con agrado. En la 69 un señor sopesa la adquisición de un volumen ilustrado sobre el zumo de apio y en la 117, a escasos metros, una mujer diminuta vende réplicas exactas de códices medievales más grandes que tu cabeza. Mismo emplazamiento en el que, según los cronistas, Borges pasó la tarde del 8 de junio de 1985 presentando Los conjurados. Allí, en la 117, firmó 333 ejemplares. Es más, cuando hubo alcanzado la cifra de marras, el maestro tuvo a bien guardarse el bolígrafo y marchar libre hasta perderse por entre arces y abedules junto a su inseparable Kodama. 

Porque desaparecer a veces es un privilegio, un ejercicio de estilo en el que el huido deja a su paso un indicio de genialidad. Otras, en cambio, uno debe permanecer. Huir se convierte entonces en un asunto interno. El evadido simula una suerte de trance, como enfrascado en movidas de cierta envergadura; escondido en la nada. En la 21X, y a casi cuatro décadas de distancia del maestro argentino, otro escritor –en este caso uno terrenal– tiene la mirada perdida. La machacona megafonía del recinto le recuerda incesante que está ahí y que está solo, mano sobre mano, con sus libros expuestos en perfecta simetría, impolutos. Sin ninguna Francisca que le interpele. El escritor se ha dado a la fuga, ha emprendido el viaje y nos ha dejado un montoncito de tendones y huesos con apariencia humana. Contempla desde su guarida numerada un reguero de seres camino de otras historias que no son la suya.

La Feria del Libro, según se mire, evidencia la crueldad del mercado y lo hace de un modo en ocasiones tragicómico. El escritor sale de su agujero y se las ve con el lector. Y éste, ajeno a la repercusión que su desdén puede tener en el quebradizo espíritu del escritor, se mueve por la feria entre desvergonzado e impune. De modo que si ven esta tarde a un escritor solitario mascullando movidas para sus adentros, mordisqueando el capuchón de un boli o rascándose con vehemencia un codo, si en su rostro perciben la hoquedad del huido, acérquense, denle palique, tírenle de un moflete, cómanle la boca o pásenle la chusta.

Pero hagan algo. 

La ceguera es una forma de soledad.

Esto último es de Borges. Algo sabía del tema.

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