Principio de incertidumbre

El botón del llanto patrio

Ayer pasé el día angustiado viendo las imágenes del accidente ferroviario de Galicia. Repasaba las informaciones, los testimonios terribles y las sangrantes fotografías mientras crecía en mí un desasosiego extraño. No podía parar de apenarme y sentir una empatía enorme con los fallecidos y los heridos. Y también con sus familias. Me iba metiendo en su tragedia: imaginaba el sonido de un teléfono móvil ("papá", reza una pantalla) cargado ya de lágrimas postreras, un mensaje diciendo "Ha pasado algo, llámame, por favor", unos abrazos a las puertas de un tanatorio... en fin, la tétrica burocracia de la anunciación, purgatorio ineludible de quienes son golpeados por la muerte de un ser querido. Pude comprobar entonces que mi afligimiento era compartido: Facebook, twitter, los foros de las noticias... todo se llenaba de condolencias y dolor común, como alcanzados todos de primera mano por el suceso. Entonces me dio por pensar si sabemos cuánta gente se cae de los andamios al año, cuántos mendigos mueren en la calle, cuántas personas fallecen de cáncer, de accidente de coche o de inanición, o de cada una de las mil causas naturales o no, negligentes o no, que existen. No puedo parar de pensar en que cuando nos dicen "llorad, pues es tiempo de hacerlo", nosotros lloramos al unísono, con justa obediencia. Que hasta eso está programado.

Entiéndanme bien: Cómo no llorar tan gigantesca tragedia; no va por ahí mi reflexión. Más bien tengo el foco puesto en esos dramas que no consiguen semejante respuesta colectiva porque nadie parece abrir las compuertas del lacrimal que coordina a la nación.

Y es que las lágrimas tienen algo de peste acuosa y salina que se contagia por exposición. Pero si no es por dolor directo, nos las tienen que extraer en letras grandes y con fotografías o vídeos impactantes. Es necesario llamar a filas a nuestra tristeza. Vean si no que en el año 2012 murieron 555 personas en accidentes laborales o que 1.300 perecieron en siniestros de tráfico (decenas en un mismo fin de semana, múltiples en un solo accidente). A nadie le dio por llorarlos en Nochevieja. Lo mismo ni conocían ustedes el dato. Y no hace falta ya hablar de dramas de países lejanos.

¿Qué es pues lo que nos conmueve? ¿Qué nos hace dar condolencias ajenas y marchar con marcial entrega al duelo colectivo? ¿A partir de cuántos muertos comienza el pésame social? Hagamos un experimento. Imaginen que se enteran así del suceso, sin fotos ni testimonios: "Al menos 75 muertos en un accidente ferroviario en Galicia, pasemos a los deportes". ¿Sienten que se les caen las lágrimas o que necesitan clamar al viento su conmoción? Sí, sé que el ejemplo está elevado al absurdo; pero también sé la respuesta. Y aun así, sabiendo el truco, sigo con el corazón encogido por el accidente; porque una vez que te metes en los zapatos de alguien, cuesta horrores desanudarse los cordones. Así que sea por lo que fuere, funciona. Y me siento humano. Pero me da miedo pensar en cómo se puede activar ese botón del llanto patrio. Y sobre todo en por qué a veces no se activa.

Acabando esta reflexión, parece imposible no mencionar el pésame que el Gobierno dio a las víctimas, con un comunicado que introducía un párrafo hablando de los afectados por el terremoto de Gansu. Pero no lo voy a criticar (y tiene tela el asunto, para rellenar páginas de esputos). ¿Y saben por qué? Porque me parece que no fueron las únicas sinceras condolencias con algo de copia y pega ayer. Sólo espero que las lágrimas y el interés nos duren lo suficiente para conocer si este accidente se podía haber evitado. Para cuando eso llegue, estaremos ya, seguramente, implicados en otras emociones. Que se lo pregunten si no a los familiares de los fallecidos en el metro de Valencia.

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