Sombreros de colores

¿Quedará algo de la ley de salud pública?

Hace unos días, publicaban en Gaceta Sanitaria, nuestros compañeros Ildefonso Hernández, Fernando García Benavides y Miquel Porta, un artículo sobre los profesionales y la ley de salud pública, titulado Los profesionales españoles de la salud pública ante la Ley General de Salud Pública, que nos parece de interés reproducir en algunos de sus aspectos.

En el post que titulábamos PELIGRO, hablábamos que tras décadas de trabajo de integración y de ampliación progresiva de la cobertura hasta alcanzar la universalidad de nuestro SNS, con hitos claros en la Ley General de Sanidad (1986), la financiación de la sanidad por impuestos (1999), las Leyes de Extranjería (2000), Cohesión (2003) y la Ley General de Salud Pública (2011), el decreto (El Real Decreto-Ley 16/2012, de 20 de abril aprobado por el actual gobierno)  provoca una quiebra del modelo de universalidad, con pérdidas graves de derechos, al implantar un sistema basado en el aseguramiento. Para clarificar muchos de los huecos que el sistema deja sin cubrir, tendremos que esperar a los reglamentos que regulen a los beneficiarios y la consideración de personas sin recursos.

Nuestros compañeros, centrándose en la Ley General de Salud Pública aprobada en octubre de 2011, han planteado dos cosas de interés:

  1. Un encuentro en la Universidad Menéndez Pelayo sobre Sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y Desarrollo de la Ley General de Salud Pública
  2. Este artículo del que sacamos algunos aspectos

Del encuentro:

Han salido declaraciones de Fernando García Benavides de que el Sistema Nacional de Salud (SNS) es "no solo sostenible, sino mejorable", pero necesita, entre otras cosas, un mayor desarrollo normativo de la Ley General de Salud Pública; evaluar el impacto en salud en las políticas; aumentar la transparencia en la colaboración público-privado; reducir la frecuentación en primaria y el consumo de fármacos y aumentar el coste-efectividad.

Sobre el artículo:

En los últimos años se observa un renovado interés por el papel que las leyes de salud pública pueden desempeñar en la mejora de la salud de la población, y así, en generar beneficios humanos, sociales y económicos. Ciertamente, las normas jurídicas son uno de los grandes factores condicionantes de la salud colectiva. Más allá de los enfoques centrados en el control de las enfermedades transmisibles, o de las normas legales de regulación de los factores de riesgo, de las exposiciones o de las conductas relacionadas con la enfermedad, en los últimos tiempos en España se han ido fraguando diversas normas que tienen por objeto mejorar la salud mediante políticas públicas. La nueva Ley General de Salud Pública de 2011 se enmarca en esta corriente; moderniza la Ley General de Sanidad (LGS) de 1986 y completa la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud (LCC) de 2003.

La Ley General de Salud Pública incorpora los principios de equidad y salud en todas las políticas.

  • dispone una actuación de salud pública en el marco de los condicionantes sociales de la salud.
  • consolida una visión de la profesión que ya habían avanzado algunas sociedades científicas.
  • extiende las competencias al incluir la evaluación del impacto en la salud.
  • la norma establece unos principios de actuación que recogen parte de los marcos de la ética de salud pública más difundidos
  • dispone un gobierno de la salud pública basado en la transparencia, el rigor científico y la independencia.

Adecuadamente desarrollada, la nueva ley tiene un enorme potencial para mejorar el bienestar y la calidad de vida de los españoles, nuestro ambiente físico y cultural, y la economía real. Desarrollar la ley de manera apropiada exige una reglamentación pragmática y ambiciosa, que concrete aquellas mejoras que son imprescindibles para que España tenga un mejor gobierno de la salud pública y para que las políticas, las estrategias y las prestaciones que emanen de la ley ayuden a superar la devastadora crisis de modelo de sociedad (no sólo financiera y económica) que vivimos.

La ley se propone que las actuaciones políticas del conjunto de órganos del estado (centrales, autonómicos y municipales) favorezcan la salud, el bienestar y el desarrollo humano de los ciudadanos. Para ello es necesario que concretemos mecanismos de análisis, diálogo y decisión, que comprometan a todos esos órganos. También hay que desarrollar un organismo interministerial en el cual pueda construirse, consensuar y evaluar la estrategia estatal de salud pública establecida por la ley. Por desgracia, el Consejo Interterritorial de Salud que ésta señala sólo está participado por las administraciones sanitarias estatal y autonómicas. La salud pública municipal está poco reflejada en la ley, más allá de una breve mención en el artículo 23.2. A pesar de las competencias que ejercen en salud pública y promoción de la salud (y servicios, en el caso de los municipios grandes), los ayuntamientos no están en el consejo asesor.

Finalmente, la norma tampoco promueve de forma explícita, como en un principio hacía, la cooperación horizontal entre comunidades autónomas. Sin embargo, ese anhelo es posible si la ley se desarrolla en coherencia con el imperativo de una mayor eficiencia y con el potencial que en este sentido también tienen la LGS y la LCC. Nos parece necesario insistir en que las comunidades autónomas deberían actuar con más sentido de estado (asumiendo las responsabilidades que objetivamente tienen más allá de sus territorios) y con más independencia de los grupos de presión. Creemos que el camino no pasa por recentralizar o eliminar competencias autonómicas o municipales, sino por aumentar la cooperación entre las administraciones. Y por hacer más rigurosos, coordinados, independientes, transparentes y eficientes los procesos de análisis, deliberación, decisión, seguimiento y evaluación de las decisiones que toman todos los órganos del estado. La ley puede ayudar a mejorar el gobierno sanitario y a subsanar buena parte de la actual corrupción y fragmentación de las políticas de salud y bienestar (corrupción acaso minoritaria, si se quiere, pero significativa). No olvidemos que España exhibe en las dimensiones de «efectividad gubernamental» y «control de la corrupción» una calificación internacional deplorable. Quienes no la deploran rehúyen ciertos componentes culturales, económicos y políticos de la crisis que viven países como España.

La salud pública española cuenta actualmente con un elevado nivel técnico y científico, y goza de prestigio internacional. Su influencia social tampoco es desdeñable. A pesar de todo, algunas partes relevantes de la LGS no se han cumplido; en particular el artículo 3, que establece que los medios y las actuaciones del sistema sanitario están orientados prioritariamente a la promoción de la salud y a la prevención de las enfermedades. Hoy ya no podemos ampararnos en la escasa masa crítica ni en el débil desarrollo profesional y científico, que pudo servir de excusa para justificar en alguna medida ese incumplimiento.

Si la Ley General de Salud Pública no se desarrollase y aplicase adecuadamente, no se debería en exclusiva a una supuesta falta de coraje y honestidad de los gobernantes, sino también a nuestra pasividad: desarrollar la ley no es sólo un reto del actual gobierno, también lo es de muchas organizaciones sociales y de todos nosotros. Los profesionales de la salud pública (y nuestras sociedades científicas) debemos ser activos en nuestros ámbitos de responsabilidad profesional y ciudadana para promover los necesarios cambios políticos, culturales, económicos y organizativos, para facilitar el desarrollo reglamentario, para ayudar a su implantación y para solventar algunas de las carencias de la nueva ley. Ello exige, entre otras cosas, que mejoremos nuestras interacciones con los demás (poderosos) agentes condicionantes de la salud colectiva.

En los últimos lustros hemos asistido en España a un importante proceso de socialización e institucionalización de la profesión de salud pública. En él podemos destacar la cada vez más extendida aceptación, como no podría ser de otro modo en el siglo xxi, del carácter multiprofesional de la salud pública; carácter que está recogido en el artículo 48 de la ley, y que hay que vertebrar, en paralelo, con la formación de los médicos de medicina preventiva y salud pública a través del sistema MIR, haciendo compatible (que lo es) la incorporación a los procesos de formación en salud pública de graduados tanto del ámbito sanitario como no sanitario. Por supuesto, en el mundo actual todo proceso de institucionalización es casi siempre incompleto, dado su carácter dinámico y abierto; pero es menester apreciar el camino recorrido.

Uno de los principales cometidos de las organizaciones científicas y profesionales relacionadas con la salud pública es ser mediadoras entre el conocimiento y la acción. Por ello, estas entidades deben actuar al menos en tres direcciones:

1) estar a disposición de las administraciones públicas y de todos los agentes sociales para colaborar en el desarrollo de la ley estatal (y de las autonómicas, cuando las hay);

2) aplicar los principios y las normas de la ley en sus propias actuaciones; y

3) exigir, cuando sea oportuno, su desarrollo y cumplimiento. Para ello, el diálogo y las alianzas entre organizaciones son imprescindibles, como también lo es «generar y movilizar opinión pública en defensa de la salud».

El diálogo, el análisis y la colaboración práctica con las administraciones deben propiciar la participación de los profesionales en el desarrollo reglamentario de la norma, y una aplicación de ésta en el sentido adecuado a los intereses de la salud pública, cuando haya posibilidad de interpretación. Respecto al desarrollo reglamentario, es interesante incentivar, por ejemplo, procedimientos de cese de aquellas prácticas sanitarias preventivas que se haya demostrado que son ineficaces, innecesarias o incluso dañinas (para la salud y la economía), como pueden ser los reconocimientos médicos inespecíficos en las empresas, ciertas vacunas o algunos programas de cribado con indicadores de calidad desfavorables. Es fundamental que tales procedimientos sean lo bastante estrictos como para garantizar la seguridad y la calidad de las actuaciones preventivas. De momento, la ley no concreta suficientemente estos aspectos.

También debemos promover que los procedimientos para la declaración de intereses eviten dudas razonables sobre la imparcialidad y la independencia de quienes intervienen en las decisiones que afectan a la salud de la población. Es urgente, pues, elaborar las correspondientes recomendaciones y normas (a través, por ejemplo, del Consejo Asesor de Salud Pública, previsto en el artículo 45 de la ley).

En los casos en que la ley no dispone un desarrollo reglamentario, debe facilitarse el cumplimiento de la norma aportando conocimiento y soluciones. No todo tiene que estar (ni debe estar) reglamentado. Por ejemplo, no está previsto un reglamento para la evaluación de los impactos en salud, y por ello su desarrollo dependerá en parte de nuestra capacidad para poner a disposición de las autoridades métodos y recomendaciones aplicables. Tampoco se ha detallado cómo se realizará la vigilancia mediante biomarcadores en las encuestas de salud. Por tanto, es necesario ir dialogando con las administraciones y facilitando las experiencias disponibles y las soluciones técnicas más eficientes. Lo mismo ocurre con la exigencia de los artículos 4 y 10 de que la información al público sobre los riesgos para su salud se acompañe de una medida del impacto, lo cual en la actualidad no se hace.

Para favorecer el cumplimiento, cabría que tanto desde los servicios de vigilancia como desde la investigación se presenten los datos adecuados, o se vigile en términos de impacto en la salud; por ejemplo, pueden cuantificarse periódicamente los potenciales impactos en la salud que según el conocimiento disponible causa la contaminación atmosférica, o las actuales supresiones presupuestarias y de derechos sociales y laborales. A todo ello podría ayudar de manera decisiva la puesta en funcionamiento del Centro Estatal de Salud Pública (artículo 47 y adicional cuarta), que deberá dotarse de un reglamento que le permita un funcionamiento basado en la transparencia, el rigor científico y la independencia.

Si los profesionales de la salud pública y nuestras organizaciones incorporamos las disposiciones de la ley en nuestra práctica cotidiana, su aplicación y cumplimiento serán más eficientes socialmente. Es más, podemos favorecer un desarrollo de la ley acorde con los iniciales y ambiciosos planteamientos de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS). Se trata, por ejemplo, de que disposiciones como los principios básicos de salud pública (equidad, salud en todas las políticas, transparencia, seguridad, etc.) se apliquen en toda su extensión, o de que la vigilancia se vaya adaptando para transformarse en una vigilancia de salud pública capaz de monitorizar los condicionantes sociales de la salud.

En el terreno de la independencia y de la transparencia, el camino iniciado por la Sociedad Española de Epidemiología (seguido por la Asociación de Economía de la Salud y por SESPAS) sobre la declaración de intereses es un buen ejemplo de cómo se puede ir avanzando en ciertos requisitos que la ley exige. En este caso, es pertinente que los salubristas exijamos que en todas las actuaciones se cumplan estos principios; así, la declaración de intereses se convertirá en la práctica habitual (y no en la excepción, como ahora) de todos los expertos y representantes de organizaciones que compongan los grupos que evalúen acciones o realicen recomendaciones. Igualmente debemos exigir que sean públicos la composición de tales comités, los procedimientos de selección, la declaración de intereses de los intervinientes, los dictámenes y los documentos relevantes. Así lo dispone la ley. Estos principios pueden hacerse extensibles a los entornos laborales de los profesionales de la salud pública, pues las disposiciones mencionadas son igualmente pertinentes y útiles en entornos como el académico o el empresarial, y tanto en el ámbito autonómico como en el municipal.

Nuestra exigencia de que la ley se desarrolle y aplique debe plasmarse en el diálogo técnicamente riguroso, en la cooperación horizontal y vertical, y en acciones de abogacía en aquellos ámbitos de poder en que se dirime desarrollar la nueva norma o marginarla. La propia ley define la defensa de los fines y objetivos de la salud pública como una de sus prestaciones. En buena medida, está en nuestra mano que en España la salud pública pase a ocupar un lugar más central en las políticas públicas y privadas, en el sistema económico y en los valores ciudadanos.

Y nos preguntamos: ¿Quedará algo de la ley?. Ya nos han quitado cosas ligadas a la cobertura universal. ¿Algo más en el futuro próximo?

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