Entre leones

Suárez y el PP

Ha sido curioso ver al Gobierno en pleno, con Mariano Rajoy al frente, al lado del féretro de Adolfo Suárez casi de forma permanente en estos cinco días que ha durado la despedida del primer presidente de nuestra democracia. No deja de ser una ironía que el hombre que apostó por el diálogo y la concordia por encima de todo, que reconcilió a las dos Españas y que enterró institucionalmente al franquismo, haya sido velado como si fuera uno de los suyos por un Ejecutivo que sólo entiende del ordeno y mando, que rehúye el diálogo, que se siente cómodo legislando sólo para sus parroquianos y que reivindica en público el legado de algún que otro ministro franquista sin el más mínimo pudor. El protocolo en los funerales de Estado tiene estas cosas, que junta churras con merinas. Tal como les espetó  algún que otro ciudadano al paso del cortejo fúnebre, ojalá hayan aprendido algo durante esas largas horas de velorio.

Pero casi peor ha sido ver por el funeral a algunos de los que le dieron matarile político, sin la mayor compasión, a Suárez en la UCD. Pero ya se sabe que en estas despedidas tan multitudinarias es difícil que la familia pueda establecer el derecho de admisión para evitar que se cuelen lobos con piel de cordero.

Pero a lo que iba: en sus tiempos de presidente, Adolfo Suárez se enfrentó a una sociedad más convulsa que la actual. Vivió momentos muy duros, fruto de la confrontación entre una España franquista que se resistía a acabar en el Valle de los Caídos y una España democrática que se debatía entre la reforma y la ruptura. Eligió el centro político por puro cálculo geométrico y se inventó una nueva España, la España democrática que disfrutamos a duras penas en estos días que corren. Hasta logró que el PCE abrazara la monarquía constitucional y no pusiera reparos a retratarse con la enseña nacional detrás. Arrancó los Pactos de La Moncloa que pusieron orden en el desbarajuste económico heredado del franquismo. Y se despidió erguido defendiendo su legado aquel infausto 23-F. En sus casi cuatro años como presidente del Gobierno, se fumó varias toneladas de tabaco, consumió varios millones de cafeteras de café y abusó del diálogo hasta la extenuación.

El Gobierno de Rajoy se puede ahorrar el tabaco y el café, malos para la salud de todas, todas. Pero están obligados a hacerse adictos al diálogo de forma inmediata. Tal como van las cosas, superaremos la crisis económica, aunque sea a base de esta devaluación interminable de salarios y de crear puestos de trabajo de cuarto de hora, pero la crisis institucional en la que estamos sumidos empeorará.

El proceso  soberanista catalán no se para con la reciente sentencia del Tribunal Constitucional, que efectivamente cierra la puerta al referéndum de autodeterminación pero que también abre la del diálogo y las reformas políticas. Más allá de que Mas, tal como le hizo ver Roca, instrumentalizara torpemente la figura de Suárez, su presencia misma  –y la del propio Pujol- en la capilla ardiente del principal arquitecto de nuestra democracia era un SOS del centro derecha catalán para que el Gobierno le ayude a salir de un callejón sin salida en el que se han metido ellos mismos, pero empujados también por un PP que no acaba de digerir del todo ni siquiera la España de las autonomías. Toca, por tanto, dialogar para encontrar una nueva fórmula de encaje de Cataluña en España. No cabe otra.

Para ello, el Gobierno tiene que poner el interés general de verdad por encima de la tentación que tiene el partido que le sustenta de utilizar el problema catalán para conseguir réditos electorales. Si no lo hace, ganará las europeas con Cataluña pero perderá aún más a la propia Cataluña. No es verdad, tal como ha dicho Margallo, un ministro de mucho ruido y pocas nueces, que Suárez actuaría en las actuales circunstancias como lo está haciendo Rajoy. Suárez cogería el toro por los cuernos y dialogaría hasta convencerlos.

Como el problema catalán, todo. El Gobierno tiene que dialogar y olvidarse de su perniciosa mayoría absoluta. No puede tirarse los dos próximos años parapetado tras la Policía y envuelto en la bandera de la Guardia Civil para tapar su incapacidad manifiesta para dialogar con una parte de la sociedad que está harta de pagar en sus propias carnes una crisis que les ha tocado las tripas. No puede meter permanentemente en el  saco de los radicales peligrosos a todos aquellos que discrepan y que protestan pacíficamente en legítima defensa.

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