Entre leones

Papas con carne

En mi casa, cuando se hablaba del Papa, casi como un acto reflejo, continuábamos la broma añadiendo "con carne". Eran tiempos de estrecheces y las "papas con carne" en amarillo eran un festín con mucha más profundidad -hasta el fondo de olla- que la monarquía vaticana. A mí me emocionaba tanto este manjar de posguerra que a veces se me caían hasta dos lágrimas como dos gotas de limón sobre él. Mi padre, que era comunista, me decía que comportaba como un papista cuando mi madre, que era cristiana con peligro para los leones, ponía este plato a porta gayola de la mesa familiar como si fuera una promesa.

Curiosamente, ahora soy papista de verdad, sin haber perdido mi devoción hacia las papas con carne, por supuesto. A mi Jorge Mario Bergoglio me cae bien desde el primer minuto que apareció investido de Francisco.

Ya que eligiera abrir la lata de los Paquitos en honor al "pobrecillo de Asís" me resultó muy conmovedor. Además, me di cuenta de que su papado, si no se lo cargaban antes, podría ser algo tocapelotas. El entusiasmo mostrado por monseñor Amigo en esas primeras horas me puso sobre la pista de que el argentino la podía liar si le daban cancha, que diría un pibe.

Posteriormente, que decidiera instalarse en la residencia de Santa Marta en vez de en el apartamento pontificio, que llevara unos zapatos gastados por el largo camino que va desde Buenos Aires a Roma, que vistiera lo justo para parecer un cura de pueblo pero de blanco, que rechazara el blindaje del Papamóvil para poder rozarse, para acercarse sin miedo a la gente, que sintiera más afición por los pobres que por los ricos, que pusiera de los nervios a todos los tipos con certificado ISO de hijoputa, en su modalidad 9002, vinieron a confirmar las buenas sensaciones que me transmitía el vejete desde el arranque.

Un año y pico después me gusta, si cabe, más. Los recelos que ha provocado entre los integristas, que lo tachan de "rojo" y de "peligro para la fe" mientras rezan a regañadientes el padrenuestro y el avemaría en la misa dominical, son señales de que todo marcha sobre ruedas. Es el murmullo de esa Iglesia excluyente que se resiste abrir sus puertas y que ya sólo toca a misas de difuntos en una religión para viejos, marmotas y meapilas.

Y mira que Bergoglio de revolucionario tiene más bien poco, aunque a veces resulta algo radical en el uso del lenguaje. Pero es que, en el primer sillón de la cristiandad, un toque liberal es casi leninismo para la carcundia, que viene de las cruzadas y de la Santa Inquisición y que ahora practica los diez mandamientos de los neocom y viste piel de cordero de Hugo Boss.

Hasta ahora, lo suyo han sido tan sólo gestos. Pero ha adoptado un tono más tolerante con los mil millones de seguidores, que ya es mucho. Y, sobre todo, ha abierto el debate entre los suyos sobre los temas más espinosos: las uniones civiles, el celibato, el papel de la mujer en la Iglesia, los anticonceptivos, el abuso sexual en el clero, los divorciados, los gays, etc.

Por ejemplo, a pesar de que rechaza el matrimonio gay, Francisco se ha mostrado comprensivo con algunos tipos de uniones civiles. Así, en enero pasado, recordó que una niña en Buenos Aires le trasladó que estaba triste porque "no le agrado a la novia de mi mamá", y comentó que "la situación en la que vivimos nos presenta nuevos desafíos que a veces nos cuesta entender". "La Iglesia debe ser cuidadosa de no aplicarles una vacuna contra la fe", agregó. Dijo lo que dijo, pero el Vaticano, siempre al quite, negó posteriormente que se hubiera referido a uniones civiles de personas del mismo sexo.

Sobre los gays y las lesbianas en sí mismos, Bergoglio declaró que la Iglesia no debería "interferir" en la vida espiritual de estos colectivos, y se negó incluso a juzgar a los sacerdotes homosexuales pese a que no le gusta ni un pelo el lobby mariquita del Vaticano. "Si alguien es gay, ¿quién soy yo para juzgarlo?, dijo en una de sus frases más célebres.

El respeto que transmite Francisco hacia estos colectivos y hacia el resto de las minorías va mucho más allá del que la propia Iglesia les ofrece cotidianamente. Debe ser porque el Dios de Bergoglio es mucho más humano que el de la propia Iglesia, que asocia siempre el sexo al pecado cuando es un verdadero milagro, sobre todo cuando uno rebasa los 50 años y se resiste a la farmacología;  porque su Dios es de este mundo y hace mucho tiempo que aprendió a recomendar sin ningún cargo de conciencia el "póntelo, pónselo" para prevenir enfermedades de transmisión sexual y para controlar la natalidad; porque su Dios nunca trató a las mujeres como si fueran cuarto y mitad de costillas de hombre; porque su Dios está lleno de risas, besos, abrazos y caricias y no de ira y de malos rollos; porque su Dios se manifiesta a través de atardeceres y amaneceres para que puedas tocarle las palmas al compás. Si es verdad eso de que por sus dioses los conoceréis,  estoy absolutamente seguro de que a Francisco le gustan también las papas con carne; bien cocinadas, son hasta una auténtica religión.

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