Entre leones

El ruido del silencio

A principios de esta semana, la Vuelta a España recorrió tierras asturianas. De hecho, la etapa reina acabó en el alto de La Farragona, en pleno corazón del Parque Natural de Somiedo. Allí sacó Contador de nuevo su revólver para casi sentenciar esta ronda ciclista. Antes pasó por el Parque Natural de Las Ubiñas-La Mesa, otra belleza de enclave, otro regalo de la madre naturaleza para los sentidos.

Estos paisajes repletos de montañas, desfiladeros y valles espectaculares, salpicados de pueblecitos de una belleza añeja y eterna, forman parte de los 3,5 millones de hectáreas de espacios naturales protegidos que hay en España. El 7% de la superficie patria ocupa un gran paraíso natural desconocido para la mayoría de los españoles, que prefieren, por lo general, el sol y playa de nuestras costas para dar buena cuenta de sus rentas de ocio.

Días antes de que la Vuelta de España serpenteara esta zona central de Cordillera Cantábrica, pasé unos días en uno de los parques naturales de Castilla-León cercanos, el de Babia y Luna, en la provincia de León, a tiro de varios puertos  y de una autopista de peaje de Asturias.

Lo recorrí de cabo a rabo, incluyendo la subida a Puerto Ventana, una cuesta llena de magia que une León y Asturias por la que bajé y bajé en mi coche hasta adentrarme en tierras asturianas, hasta llegar a senderos frecuentados por osos y lobos cerca de Cueva Huerta, en Taverga, en el Desfiladero de la Estrechura, a escasos metros del Parque de la Prehistoria.

Mi hijo Pablo quiso fotografiarse junto a un cartel que acreditaba la presencia en la zona de estos míticos animales para fardar ante sus amigos, y yo, por supuesto, lo inmortalicé con mi Canon como si estuviera bailando con lobos y osos.

En Babia y Luna, nos alojamos en ‘Días de Luna’, en Sena de Luna, un pequeño hotelito rural habilitado sobre una antigua escuela de principios del siglo XX. La magia que desprendían sus cuatro paredes era tal que nos enamoramos  de inmediato de aquella escuela convertida en hotel por obra y gracia de sus propietarios durante 17 años de mimos, pequeños detalles y grandes sacrificios. Un trato exquisito y familiar ponía la guinda a una labor turística casi artesanal.

El griterío de los niños se había tornado ahora, muchas décadas después, en un silencio apabullante, sólo roto por un ruido como de aspersores que resultó ser una sinfonía suave de grillos.

La pequeña biblioteca, presidida por una gran chimenea construida para combatir como un cañón de calor los crudos inviernos de la zona y rodeada de puntos de lectura colocados estratégicamente como torres vigías –desde una de ella rematé ‘La fuerza y el viento’, de Óscar Lobato-, le da al hotel un toque literario.

Allí hallé un libro de mi querido amigo Román Álvarez, ex decano de Filosofía en Salamanca. Con ‘Escuelas y maestros: memorias y evocaciones’ en sus estanterías, este paisano de Abelgas –pueblo situado apenas a siete kilómetros de Sena- otorgaba al hotel profundidad y memoria y un ambiente fantasmal de polvo de tiza. Gracias a Román y a Luis Díez, otro gran amigo que nació bajo el pantano de Los Barrios de Luna, descubrí allí el ruido del silencio.

Un ruido del silencio que está en todo el Valle de Babia y Luna, donde las vacas pastan como animales sagrados, copando los espacios despoblados por un hombre que huyó a la gran ciudad dejando atrás el paraíso de la infancia, la única patria que reconozco aparte de las cuatro esquinas donde me meaba cuando era chico (Regàs/Vázquez Montalbán).

Cuando lo abandoné camino de Madrid, sentí pena por dejar atrás tanta belleza y tanta paz y algo de envidia sana. Me hubiera gustado quedarme atrapado allí una pequeña eternidad.

Envidia sana por un desarrollo sostenible que se practica en Babia y Luna y que permite que hombre y naturaleza vivan en armonía. Ya me gustaría a mí poder decir lo mismo del Parque Natural Los Alcornocales, el último gran bosque mediterráneo, una superficie privilegiada de 170.000 hectáreas en las provincias de Cádiz y Málaga, cuya Junta Rectora presido desde hace cinco años.

Allí existe el mismo silencio y la misma magia, pero no somos capaces de mostrarla ni de entender que su preservación también pasa por que aporte más a las rentas de sus pueblos.

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