Entre leones

Llanto por Alonso García

En la necrológica de 2014 aparece en un lugar destacado el escritor colombiano Gabriel García Márquez. Nos deja un legado que tiene sus raíces más profundas en el mundo rural caribeño de Macondo, en el realismo mágico que envuelve cada palabra de Cien años de soledad.

Junto a él se han marchado numerosos personajes y personajillos que a lo largo de su vida adquirieron alguna notoriedad social.

En este listado de personajes egregios, de nuevos inquilinos de los camposantos, nunca aparecerá Alonso García Rodríguez, fallecido a los 81 años en Chiclana (Cádiz) de un infarto fulminante en el Día de los Santos Inocentes.

Pero no por su valía. La vida misma de Alonso lo hace merecedor de una gran elegía, de una copla que "recuerde el alma dormida,/avive el seso e despierte/contemplando/cómo se passa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando" de Jorge Manrique.

O del mismo llanto desconsolado de Federico García Lorca por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías a las terribles cinco en punto de la tarde, pero a las no menos terribles once en punto de la mañana.

O quizá de un lamento de cementerio de Antonio Agujetas.

Pero ahora, doloridos familia y amigos, recién llorados a mares, nos toca recordarlo por bulerías o alegrías y manteniendo el compás de su sonrisa socarrona, de media carcajada profunda.

Y nos toca rendirle honores y mantener su legado, que arrancó en una humilde cortijada de Benajuz, en el Alto Hozgarganta, en el término municipal de Jerez, hasta llevarle a convertirse en el gran guardián del bosque mediterráneo.

Con las cuatro reglas que enseñaban aquellos maestros rurales exiliados en su propia patria, Alonso se construyó una vida como administrativo habilitado del antiguo Icona. Y siguió creciendo hasta convertirse en un chaparro centenario en la Agencia de Medio Ambiente y en la Consejería de Medio Ambiente. Junto a Juan del Junco, otro grande del monte mediterráneo, puso los cimientos de una escuela de forestales que sigue sembrando de futuro los bosques de la provincia de Cádiz. Y ambos dos hicieron posible el tránsito nada fácil de lo rural-forestal a lo ambiental.

Ya jubilado, Alonso presidió desde la primera bocanada de aire la Asociación de Amigos del Parque Los Alconorcales, un pilar básico de las 170.000 hectáreas que conforman uno de los últimos grandes alcornocales de la vieja Europa.

Desde esta plácida atalaya, se granjeó definitivamente el respeto y el cariño de todos sin excepciones: propietarios, ecologistas, políticos, cazadores, corcheros, peones, ingenieros de montes, etc. Sabía templar ánimos como nadie, tenía ADN conciliador y pactista y su palabra era ley. Era mitad zorro, mitad corzo, con un toque de halcón peregrino.

Por ello, como el abuelo de Saramago, Alonso conocía a muchos alcornoques, quejigos o robles melojo por su nombre de pila y hablaba con ellos cuando las barbas del levante desparramaban una cortina de discreción y belleza espesa sobre el bosque mágico.

Ellos le susurraban desde hace años sus dolores y temores ante una seca que crece imparable como una oscuridad tolkiena repleta de orcos, hongos asesinos e insectos taladradores procedentes del Mordor que crece y crece en nosotros con el cambio climático.

Poco antes de morir nos lo dejó dicho y nos retó a enfrentarnos a la seca, a no cederle ni un árbol más, a combatirla cuerpo a cuerpo.

Así, con el deber cumplido, Alonso se marchó, a hombros de arrieros y tras recorrer el camino estrecho de un último canuto en Alcalá de los Gazules, y descansó en paz, dejándonos a su mujer, Dolores, al resto de su familia y a sus amigos huérfanos del hombre más bueno del mundo, del chaparro más frondoso de nuestro alcornocal.

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