Entre leones

De gentuza y trileros

Desde que Pablo Iglesias empezó a dar los primeros coletazos, no tuve dudas de que su discurso era el principio del fin del bipartidismo. Para una sociedad empobrecida y cabreada con el PP y el PSOE, sus palabras sonaban a pura calle, dando voz y partido a esa mayoría de la sociedad civil indignada que acababa una y otra vez en las playas de la abstención tras no hallar ningún asidero partidista decente.

En este sentido, Podemos se convirtió en una opción seria para poder ejercer, de entrada, una especie de voto purgante contra un sistema cada vez más corrupto y clientelar. Un voto, en definitiva, contra los miembros de la casta, principales artífices de la crisis institucional y económica que sufre España. Pero siempre a cobijo de las inclemencias políticas como buenos perros con distinto collar.

Sin complejos y con cierto entusiasmo, 1,2 millones de españoles ejercieron ese voto purgante ya en las pasadas elecciones europeas. Cinco escaños en la Eurocámara fue el resultado de esa irrupción ciertamente sísmica en la vida política española.

Sin embargo, al calor de las encuestas -algunas lo sitúan ya como primera fuerza política en España-, Podemos está inmerso en un reajuste de su discurso y de su programa que puede malograr parte de sus expectativas.

Y no me refiero a que haya aparcado la edad de jubilación de los 60 años o que le haya dado una patadita hacia adelante a la renta básica. Estas rectificaciones de dos de sus promesas europeas, que Pablo Iglesias las atribuye a la necesidad endurecer el "gesto" ante "unas responsabilidades de Gobierno" que tendrían que asumir si les tocara dar trigo y ante "unos sectores muy poderosos" con los que tendrían que negociar, son brotes de realismo que no necesitan mayor explicación.

A mí también me gusta Paul Lafargue, pero hace ya tiempo que El derecho a la pereza está en mi biblioteca en la estantería de sueños imposibles.

Sin embargo, sí me preocupa que Iglesias llame trileros a todos aquellos que creen que en la España actual tienen aún vigencia la izquierda y la derecha, enfrentadas democrática e ideológicamente.

Esta afirmación tan categórica del líder de Podemos, que no suele dar puntada electoral sin hilo, es una declaración de populismo en toda regla. Es querer pescar votos a diestro y siniestro jugando con la ambigüedad de sus propuestas, declarando una especie de muerte de las ideologías para erigirse en el cajón de sastre de todos los flancos del descontento y la indignación.

Un ejercicio de moderación, una traslación al centro político, nunca está mal, sobre todo cuando ideológicamente se ha bebido en el pasado de fuentes bolivarianas que ahora resultan muy indigestas de recordar.

Pero asumir postulados de la derecha de toda la vida, es defraudar a votantes de izquierdas, que esperan de Podemos soluciones, al menos socialdemócratas, a sus problemas.

Desde luego, lo que no quieren estos votantes son soluciones de mixtolobo, ocurrencias transitorias para no espantar a los votantes de derechas, carajotadas académicas de cuarto y mitad, trucos de trilero para nadar en el mar de la indefinición.

La defensa de la sanidad y la educación públicas, irrenunciables, no la pueden ni deben aliñar con generalidades para intentar convertir a Podemos en una sucursal del camarotes de los hermanos Marx.

Tampoco me ha gustado mucho que Iglesias, en su comparecencia en Sevilla, haya tirado de brocha gorda para llamar "gentuza" a los socialistas. Las generalizaciones suelen ser tan injustas como peligrosas. Injustas porque hay muchos socialistas, como en el resto de cofradías políticas, que son gente decente, y peligrosas porque en cualquier momento te pueden pagar con la misma moneda.

Además, como decía en una reciente entrevista el filósofo Javier Gomá, quien pretende encarnar la ejemplaridad puede tener tendencias totalitarias. Iglesias tiene ese puntito chungo. Nada importante. Eso se cura en cuanto encuentre en sus filas al primer espécimen de gentuza y descubra que, además, se maneja como un trilero. El descubrimiento de la viga en el propio de toda la vida de Dios cura radicalmente la verborrea.

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