Entre leones

¿Dónde está la deslealtad?

Vaya por delante que a ZP no le tengo mucha simpatía. Aunque nadie le puede negar que en su primera legislatura estableció nuevos derechos –entre ellos, el matrimonio entre homosexuales- de gran relevancia social, su segunda etapa resultó catastrófica al no enterarse de la llegada de una crisis económica que aún sigue vivita y coleando.

Cuando se percató de lo que se le venía encima, en vez de adelantar las elecciones, abrazó finalmente un austericidio que después ha prolongado el PP hasta el infinito. Puso las primeras piedras para el desmantelamiento del Estado del bienestar y dejó al PSOE en purito hueso, sin credibilidad ni discurso.

Además, en los últimos tiempos, se sumó a la conspiración de opereta contra Pedro Sánchez que tenía también parada y fonda en Podemos, olvidando cómo se la hicieron pasar a él los zapateros de la vida en sus tiempos de Bambi.

Y todo porque el secretario general del PSOE se mostró dispuesto a tumbar la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución que pactó con Rajoy en sus últimos estertores en la presidencia del Gobierno.

Con Miguel Ángel Moratinos me ocurre todo lo contrario. Desde que medió en el proceso árabe-israelí entre 1996 y 2003 como alto representante de la UE, he sentido una gran admiración por él. Cuando Rodríguez Zapatero lo nombró ministro de Asuntos Exteriores, celebré que, por fin, un diplomático de verdad se sentara en el Palacio de Santa Cruz.

A mi modo de ver, Curro, como lo llaman sus amigos, siempre ha tenido la virtud de ir de frente en la búsqueda de soluciones a los conflictos. Valiente y honesto, no ha dudado en recorrer el camino más complicado, rechazando las sendas fáciles y oportunistas, si al final podía lograr la recompensa del acuerdo.

Sabedor de que los ciudadanos nunca pueden pagar la incapacidad de sus gobernantes para alcanzar acuerdos, siempre obró en consecuencia y sacrificó incluso su ego para llevar a buen puerto la mayoría de sus gestiones diplomáticas.

Fruto de ese proceder, logró que el Gobierno cubano, gracias también a la mediación de la Iglesia católica, liberara en 2010 a 52 disidentes políticos.

Dicho esto, no acabo de entender que el encuentro de ZP y Moratinos con el presidente cubano, Raúl Castro, haya merecido que el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García-Margallo, lo haya calificado como un acto de "extrema deslealtad". Y entiendo menos que un periódico como El País se lance editorialmente a avalar esta tesis como si fuera una inserción de obligado cumplimiento. Bueno, sí lo entiendo: algunas políticas de Estado son business.

Y mucho menos que la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, le pida a ZP que no entorpezca la Política Exterior de España. ¿Ya no se acuerda del cachondeo que se traía el PP con la Alianza de Civilizaciones del leonés? ¿Tampoco recuerda las visitas de Aznar a George W. Bush y tejano que exhibía el ex presidente? En fin, el listón muy bajito para ellos y muy alto para el resto de la humanidad.

Y menos aún que Margallo le culpe, con todo lujo de detalles, de dificultar la extradición de dos etarras de Cuba. Si lo que quieren decir es que ZP hace lobby estando en Consejo de Estado, que lo digan alto claro. Pero, ya puestos, que se investigue a todos aquellos que lo han hecho antes, sin distinciones de colores políticos, aquí, en Bruselas y en Pernambuco.

En fin, por mucho que digan, no veo por ninguna parte que esa visita suponga una afrenta contra el Gobierno español.

Me parece más bien un ataque de cuernos del ministro Margallo, que en su reciente visita a Cuba desaprovechó una ocasión de oro para situar a España en una posición privilegiada ante el acuerdo EEUU-Cuba que ya se barruntaba.

Castro no recibió a Margallo, que sacrificó esa posibilidad cuando prefirió pavonearse con una conferencia en La Habana sobre la Transición democrática española para dar lecciones, que resultó, cuando menos, inoportuna, otro término que ha utilizado el ministro español para descalificar la gestión de los dos políticos socialistas.

Ahora, sin embargo, cuando Rodríguez Zapatero y Moratinos -tan patriotas como el canciller español aunque este crea tener la patente de corso del patriotismo y guste tachar de "traidor" a todo el que no piensa como él- han logrado reunirse con Castro para intentar que España no pierda comba en el proceso abierto, Margallo les recibe con un desbarre extraordinario marca de la casa.

Nadie cuestiona que la política Exterior de España debería ser una política de Estado, pactada, eso sí, previamente por la mayoría de las fuerzas políticas con representación parlamentaria. ¿Pero es Margallo un político del PP más cualificado para conseguir esos consensos? ¿Atesora valores para lograrlos? ¿Debe ser el ministro el único actor para llevar a buen puerto una política de Estado que implica a otros actores? ¿No debería utilizar por el bien de España a esos otros actores cuando son mejores interlocutores que él?

No y sí. Margallo pretendió construir ese consenso sobre los escombros del legado de Moratinos –en palabras del propio canciller, con "extrema deslealtad"-, con continuas descalificaciones a la labor de su colega. Pese a todo, el político socialista le ayudó cuando se lo pidió. Pero esa es otra historia que algún día se podrá contar.

Y el consenso ha aguantado hasta que los socialistas han recobrado la memoria y la coherencia y se han hartado de las bravuconadas, los caprichos, las deslealtades y las inoportunidades con los que Margallo ha aliñado la Política Exterior española.

De hecho, la resolución de compromiso aprobada por PP y PSOE tras del Debate del Estado de la Nación no supone una base sólida para conformar esa política de Estado en 2015. Afortunadamente.

A Margallo solo le queda explotar este año el Consejo de Seguridad de la ONU. Es lo único que ha salvado una Política Exterior de autor que solo ha servido para añadir a la Marca España, otra de sus costosas ocurrencias, la palabra crisis.

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