Entre leones

Como Gaza

Como todos los veranos vuelvo a mi tierra, la provincia de Cádiz. Entre el levante y el poniente me doy un chute de gaditanismo y de dieta mediterránea para poder sobrevivir el resto del año en Madrid, cada vez más rompeolas chunga de las Españas.
La verdad es que la provincia de Cádiz concentra una gran variedad de lugares de ensueño. Los atardeceres en sus playas son para tocarles las palmas, y los amaneceres en el interior, sobre todo en el Parque Natural Los Alcornocales, son de película de Steven Spielberg, con banda sonora de Diego El Cigala y Bebo Valdés y unas lágrimas de emoción en cascada.
La gente añade una calidez sureña que hace que esta provincia tenga un puntito especial, casi caribeño.
Aunque la cosa, que es como se bautizó a la crisis en un bar de Benalup-Casas Viejas donde se prohibió en un cartel hablar precisamente de la cosa –también se prohíbe el cante a quien no sepa cantar– está mejorcita.
O eso al menos he podido ver con mismos propios ojos, en Sotogrande, que está al lado de mi pueblo, Guadiaro, en la Costa del Sol gaditana. Allí este verano las clases altas y medias altas se doran al sol sin las apreturas e incertidumbres del Ibex 35 de veranos pasados
Es comprensible: las políticas de ajuste del PP le han dejado una fiscalidad razonable y una mano de obra barata para poder seguir dorándose al sol ellos y todas sus castas.

Las clases medias y trabajadoras, que están cortitas de cartera y sujetas a un mercado laboral de mierda, también se doran al sol y resisten concentradas en las playas en torno a un gazpacho con todos sus avíos, un tortilla de patata con su toque de cebolla, unos filetes empanados en forma de montaña y una sandía como la bola del mundo. Y que no falte el tinto de verano, claro.
Sobre ellos recae lo peor de una provincia con una tasa de paro que está por encima del 40%.
Un dato tan demoledor como escandaloso que no impide que tanta belleza y tanta gracia innata acabe cortándote el cuerpo cuando tomas conciencia de la ruina que contiene la cifra.
En mi caso, esa toma de conciencia se volvió cuasi belicosa cuando escuché a una representante de una reputada ONG que opera en Palestina quejarse que la situación en Gaza es desesperada al haber alcanzado una tasa de paro del 44%.
¡Joder, como en Cádiz!, me dije. Pero me tranquilicé cuando me di cuenta de que en mi tierra no hay ninguna intifada a la vista, ni la habrá mientras no aprendamos a defender nuestros atardeceres y nuestros amaneceres con algo más que palmas y lágrimas.
A mí, que soy una persona absolutamente pacífica, me entran ganas de rescatar aquel viejo tirachinas que me acompañó en mi infancia y darle entre ceja y ceja a ese cartel que reza ‘Cádiz, la provincia (ciudad) que sonríe’. En legítima defensa, por supuesto.

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