Entre leones

Entre peajes y bruxiñas

Después de un primer tramo de verano de medusas y mosquitos en mi tierra, me empapé del Duero en un Oporto siempre empinado y salpicado de funiculares y puentes.

Una ciudad que en el margen derecho de Duero acoge la Ribeira, epicentro turístico y gastronómico de la ciudad, y un frente marítimo de casitas estrechas y altas, casi de juego de muñecas; pintadas de mil colores o alicatadas; rehabilitadas o en manos de casas de subastas como Sotheby’s o Christie´s; ocultas tras una colada del día en la que las bragas hacen juego con las sábanas de noches de sexo envuelto en sudores húmedos

Al otro lado del río, Vila Nova de Gaia, que atesora la mayoría de las bodegas del preciado Oporto  y El Corte Inglés -muy caro para el portugués medio (y para el español)-.

Se puede cruzar por arriba o por abajo por el puente de Luis I. Por la acera peatonal, un desastre: un cartel de latón coca-cola del año de María II te indica que la vuelta tienes que hacerla por la izquierda, pero la mayoría lo hace por la derecha. Un desastre con el Duero observando la nula educación vial del turismo internacional.

Cerca de la Ribera puedes perderte por los salones del Palacio de la Bolsa o visitar la iglesia de Sao Francisco. Pero escalando unos cientos de metros, con la ayuda de un funicular o a pie, es donde está el Oporto de las maravillas: la torre Dos Clérigos, la Librería Lello –posiblemente la librería más bonita del mundo, la estación de Sao Bento, la Sé o catedral, el Café Majestic, etc.

La bajada hasta la Ribera de nuevo es cómoda, rápida y divertida.

Una vez santificado el canto nacional en un local de fados inmensos de Carla Cortez y comida vomitiva –Santo Fado se llamaba-, está Matosinhos, la zona playera de Portugal.

Con un poco de suerte, el taxista te señala en la foz do rio la casa de Iker Casillas, un icono local.

Unos pescados riquísimos salidos de una parrilla que escupe humos agradables que, en el mundo de las normativas de la UE, estarían terminantemente prohibidos. Allí, a esas playas atlánticas frías y pobladas de sombrillas, no han llegado al parecer esa Europa pijotera y burrocrática.

Por lo demás, un rodaballo espectacular y trato amabilísimo en un local de gente joven llamada Tito II.

Satisfechos de casi tres días en Oporto, nos instalamos en Chaves, un pueblecito de termas romanas cercano a la frontera gallega.

Una vez visto el entorno local, optamos por hacer incursiones en Galicia. Fuimos a Verín, donde almorzamos enA Luosa. Aparte de comer bien y a muy buen precio conocimos a una bruxiña de ojos melancólicos y media sonrisa que nos hizo de guía turística con recomendaciones mágicas y certeras.

Por la noche, atendiéndolas en parte, fuimos a parar a un restaurante vasco en Allariz, llamado BoiGorri. Una cena espléndida y otra grata sorpresa: el camarero que nos atendió era de Verín y conocía a la bruxiña.

Por lo demás, Allariz, en manos del BNG desde la prehistoria, es un pueblo precioso y muy cuidado. Tiene un punto abertzaley un castillo en el que ondea una bandera del Bloque. Otra maravilla coronada por un teatrillo reivindicativo en la calle que congregó a turistas y paisanos. Vayan y vean.

El segundo día en Chaves nos fuimos a Baiona, a más de 200 kilómetros. Hasta nos bañamos en un Atlántico que no era tan frío como recordábamos. Paseamos por el castillo del conde de Gondomar y almorzamos en el Pazo de Mendoza, donde no hacía mucho cantaba un brasileño por Sabina que partía la pana.

Todo hasta que el alcalde, un señor del PP, decidió joder al personal prohibiendo el cante en la calle (se debería prohibir solo a quien no sabe cantar, y a los alcaldes que no saben de música, ¿no?)

Por la noche, en nuestra última noche en Chaves, descubrimos una vinoteca local de 4,9 sobre 5. Bebimos caldos muy finos de la zona en Wine Bary acabamos en un mercadillo romano muy peculiar repleto de emigrantes. Le recomendé al dueño, un tipo muy agradable, que leyera Sostiene Pereira,de Antonio Tabucchi. Se nota que el vino verde que me dio era afrutado y tenía un toque literario.

Días de vinos y rosas en una escapada que solo tuvo un pequeño pero: los peajes portugueses. Si no te vinculas a alguno de los sistemas electrónicos de pago, date por robado. Te multarán sí o sí aunque quieras pagar.

Así que si vas a Portugal por las autopistas métete en la primera salida que ponga ‘solo para vehículos extranjeros’ y vincula tu matrícula a una tarjeta de crédito.

Ni se te ocurra despistarte, porque si cometes ese error Portugal no resulta tan bello y acogedor como realmente es.

En cuanto a Galicia, es para perderse para siempre en uno de muchos bosques animados en busca del alma en pena que nunca fue al santuario de San Andrés de Teixido, o para debatir sobre la bolsa o la vida con el bandido Fendetestas con un cartón de tabaco de por medio.

Y la bruxiña de menú del día, claro.

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