La revuelta de las neuronas

La fabada y la izquierda

Desde pequeños nos enseñan que con la comida no se juega, hay quien añadiría que con la izquierda tampoco se puede fabadajugar. No voy a jugar con ninguna, lo que voy a tratar de hacer es jugármela. La fabada, o les fabes como se dice en Asturies junto con tantas otras comidas populares, tienen su origen en la necesidad y el ingenio de los más humildes para conseguir aprovechar al máximo los productos de los que disponían. La fabada respondía a la necesidad de un trabajo duro, ya sea en el campo, en la mina o en la incipiente ciudad fabril, donde se precisaba gastar mucha energía. Esta energía se la aportaba una comida consistente para poder aguantar todo el día y quemar todo lo que se comía. A día de hoy esa vinculación que seguramente está en la razón de la existencia de la fabada, no se corresponde con la realidad que se vive, ni con la mayoría de los trabajos en los que trabaja la gente y pasa de ser una comida necesaria a una que conforma el patrimonio cultural gastronómico de Asturias. Podríamos hacer una analogía entre el sentido de la fabada y la izquierda. La izquierda como una metáfora, como un vehículo que transporta las esperanzas emancipadoras de la población desde la Asamblea Nacional de 1793 en Francia. Aquel concepto construido que durante mucho tiempo servía para dotar de un relato y una narrativa, capaz de ofrecer a los de abajo una comunidad de sentido enfrentada a los privilegios que ostenta una minoría.

Un compañero asturiano, me comentó por twitter que con esta comparación entre la fabada y la izquierda, se explicaba al mismo tiempo la inutilidad de cierta izquierda y el alto índice de obesidad en Asturias. Se podría afirmar en la misma línea, que a la fabada le sucede con la transformación del trabajo lo que la izquierda le pasa con la política transformadora, se presentan como eso que comes y eres más por gusto, que por la utilidad que tiene con la realidad material y la vinculación que mantienen con las razones que motivaron su invención. Al igual que la fabada, la izquierda puede resultar también muy pesada, sobre todo si el empacho de ideología  confunde demasiado la realidad y te acabas cociendo en tu propia salsa. No es la pugna entre traidores contra guardianes de las esencias, no es la izquierda contra lo que se ubica a la izquierda de la izquierda, ese no es en mi opinión el espacio político interesante. ¿Entonces no hay que ser ni de izquierdas ni de derechas? No, no van por ahí los tiros, se trata en cambio de saber que los relatos y las posiciones políticas no están petrificadas, no son naturales, son construidas políticamente e históricamente cambiantes. Lo que importa es encontrar y rescatar las razones que alguien encontraba para hacerse de izquierdas y articular esas mismas emociones, necesidades, potencialidades y sueños a nuestro tiempo y posibilidades, que no es el mismo que cuando la izquierda se construyó tal y como se conoce.  Como nos recuerda Jean Paul Sartre, no perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro. Empezar de nuevo pero sin partir de cero, recogiendo todo lo bueno que nos ha enseñado la tradición del movimiento obrero en estos siglos de historia y lucha.

Por eso a nadie en su sano juicio se le ocurriría que hoy la línea a seguir pasa por hacer un remake partiendo de la nostalgia en los Frentes de masas. Solo con salir a la calle, entrar en un centro comercial, acudir a una estación de tren, dar una vuelta por el centro, o por cualquier barrio, y pensar en un frente de masas como posibilidad real, como hipótesis verdadera, es creo yo, estar fuera de este mundo que vivimos. El debate entre las posturas reformistas o las revolucionarias pierde el sentido, no porque desaparezca la posibilidad de que se pueda discutir entre la necesidad de ser más o menos radicales, sino porque desaparece el marco mismo donde se encuadraba esa disputa en concreto. Para que pueda tener sentido, es necesario que existan fuerzas políticas y sociales con cuerpo real, arraigo e impacto en la vida cotidiana, capaces de sostener y defender la discusión entre reformistas y revolucionarios.

La unidad de la izquierda es otro debate y anhelo, que importa muy poco porque le importa a muy poca gente, porque lo determinante no es sumar todas las siglas alrededor de un programa compartido entre la izquierda. El objetivo no debería pendular entre dividir o juntar a la izquierda, eso es muy estrecho: importa sumar a la gente.  La pelea pasa por trazar las fronteras políticas donde es más factible que las mayorías sociales se posicionen favorablemente, obligando así al adversario a tomar posiciones ahí donde no lo desea y peor se mueve. Cuando en el 15M la obsesión de la izquierda era reclamar que se manifestase abiertamente que esa era un acontecimiento de izquierdas, la derecha mediática buscaba exactamente lo mismo. Si toda esa gente en la plaza y la que simpatiza con ellos puede ser etiquetada, no como gente indignada, sino como la izquierda, como los de siempre, las lealtades políticas de la población que podría llegar a estar de acuerdo con lo allí planteado, se reforzarían ante un posible riesgo de fuga.  Los mismos elementos que producían recelos en la izquierda, provocaban el temor en la derecha, porque su obsesión era evitar que se atacasen los cimientos de su dominio ideológico cuando se reclama democracia y no ser mercancías en manos de políticos y banqueros.

La batalla ideológica entonces, no es la de convencer a todo el mundo de un paquete ideológico llamado izquierda (da igual en qué grado de radicalidad diga ubicarse), sino la de litigar por los parámetros ideológicos que construye el sentido común que compartimos. Las verdades no lo son en sí mismas, sino que se trabajan política y socialmente para que parezcan serlo. No podemos ser una oferta más a elegir entre el supermercado de las identidades estéticas, necesitamos construir una identidad que no rivalice con el resto de identidades, sino que forme parte de ellas atravesándolas. Buscar elementos comunes a las diferentes y complejas formas de vida tejiendo un hilo compartido con todas ellas. Quizás, si somos lo suficientemente laicos y virtuosos, podemos conseguir refutar a Marx cuando tristemente afirmaba, he sembrado dragones y he cosechado pulgas.

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