La revuelta de las neuronas

Nunca más un país sin su gente

Explicaba Javier Pérez Royo en su artículo El año de Podemos, publicado en el diario El País el 29 de diciembre de 2014, lo inédito que resultaba que una organización política, que está sirviendo de catalizador para toda esa expresión de hartazgo latente ante una situación de emergencia tan prolongada, convocara una movilización en la calle. Veremos, se preguntaba. La marcha del cambio era una apuesta arriesgada; no podía ser de otra forma: los tiempos que vivimos requieren audacia y ésta finalmente, ha conseguido un hito democrático. Ayer, sábado 31 de enero, será un día recordado en la historia de la España reciente, un día en el que la protesta se echó a un lado y dio un paso adelante la necesidad de generar un cambio político. No vimos únicamente una movilización muy numerosa donde cientos de miles de personas salieron a la calle. Vimos una ciudadanía activa y movilizada, que gracias al fruto del trabajo, las ganas, la creatividad y la ilusión de los círculos y de la gente, se organizaron más de 260 autobuses y otros cientos que ofrecieron su casa en Madrid para alojar a desconocidos. Sin grandes infraestructuras, sin patrocinadores, sin apoyos de grandes empresas, solo con el calor de tanta gente que de manera altruista se ha dejado la piel estos dos meses, ha podido salir adelante este encuentro ciudadano.

Una movilización que ha excedido las fronteras nacionales cuando líderes y medios internacionales le han dado una cobertura prioritaria, al tiempo que en ciudades europeas y latinoamericanas, se han producido concentraciones y encuentros coordinados. ¿Quién dijo que no éramos internacionalistas, o transnacionalistas? Ha sido cuantitativamente impresionante, pero es el saldo cualitativo lo que resulta más interesante: la expresión de una gran parte de ciudadanos y ciudadanas que han dejado de reconocer como interlocutor, a un gobierno carcomido por entramados de corrupción que rodean a su cúpula. Ahora son conocedores de que la única opción, es la de construir un cambio político que apueste por recuperar las instituciones y ponerlas al servicio de su gente.

Un nuevo país para una nueva Europa, pues ambos cambios son indisociables: no hay horizonte europeo sin recuperación de las instituciones nacionales. Para federalizar Europa y mancomunar la deuda, se deben impugnar las derivas serviles de los países que claudican ante agentes económicos no elegidos.  Mientras que por parte de nuestras élites la idea de patria es relegada a un mero artilugio de marketing, una marca, Pablo Iglesias ayer, en su discurso, se desmarcó de esa tendencia que todo lo somete a la relación compra-venta. España así entendida, se resiste a convertirse en otra mercancía más que se adquiere en un centro comercial, disputando esa deriva mercantilista que vacía de contenido toda cultura para ponerle un precio a lo que no lo tiene. La patria es su gente, su bienestar, su dignidad y su respeto a las diferencias en la sensibilidad nacional. No debemos confundir patria con patrimonio, porque la patria no es patrimonio de la lectura que hacen de ella las élites. Ese es el giro discursivo.

Pero, ¿qué hay detrás de todo el nerviosismo que ha despertado entre las élites viejas la movilización del 31E y, en general, la doble apuesta que busca gobernar en las instituciones y activar la vida ciudadana? Un temor histórico que comparten todos los privilegiados: el cambio de orden establecido (poder constituido) por un nuevo orden que incorpore a los que estaban fueran (poder constituyente), es decir, desordenar lo de hoy para ordenar el mañana. En ese tránsito, quienes hoy disfrutan de privilegios ven amenazadas sus posiciones. Por eso los de arriba al cambio lo llaman experimento y caos, mientras que los de abajo lo nombran como democracia. Desde la antigua Grecia el partido, -la parte- de los ricos, siempre ha tratado de hacer ver que no existen distintas partes dentro de la sociedad. La palabra griega Laos, significa pueblo, entendiendo a éste como el conjunto de habitantes de una comunidad dada, de un país o un Estado. De ahí que se diga que "el pueblo somos todos sin distinción". En el Laos no hay distintas partes en conflicto, el modo de vida existente es el único que puede llegar a existir. En cambio, se da otra forma de entender la idea de pueblo: el demos o, en plural, demoi. El demos se diferencia del Laos, en que se identifica como esa parte de la sociedad que se construye porque queda fuera del acceso al gobierno público, a la decisión política (y económica por lo tanto). El demos se construye a su favor (en su derecho) y en contra de esa otra parte, la de los ricos, que niega que existan distintas partes en la sociedad. Niegan el conflicto, el desacuerdo, que es la base de la democracia. Lo niegan para que el orden existente, el que a ellos les beneficia, no cambie. La democracia altera ese orden, la democracia es, entonces, el poder de los "muchos" que no son "nadie", los invisibles que reclaman ser vistos: Lo que hemos visto en las calles de Madrid no es la convocatoria de un partido, sino de una parte de la sociedad excluida del poder político. Es un demos que construye kratos, poder: democracia, alegría contra el oscurantismo. Nunca más un país sin su gente.

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