Jose A. Pérez

Miedo y asco en Moscú

Eurovisión, como el Día del Trabajo, la Navidad o la pandemia de turno, es una de esas cosas que pasan una vez al año y de la que uno no puede zafarse por más empeño que le ponga. Una de esas cosas que se mantiene en la agenda mediática nacional sin que (casi) nadie cuestione lo absurdo de su existencia. A todas esas cosas más o menos estúpidas que deglutimos sin cuestionamiento, algunos lo llaman tradición. Y la tradición, ya lo sabes, es sagrada.

Este año, el europeísimo festival fue seguido por 4 millones de telespectadores menos que el año pasado. Quizá porque los catalanes estaban celebrando la victoria y los vascos celebrando la derrota. O quizá porque, en tiempos de paros y angustias, la gente no está para mucha lentejuela. También es verdad, todo hay que decirlo, que 8’6 millones de ciudadanos españoles conectaron con la cadena pública para ver sólo la actuación de la triunfita platino. Es, lo mires por donde lo mires, un acto de xenofobia musical.

Pero, más allá de las connotaciones sociológicas, el hecho es que Soraya fue, vio y palmó miserablemente. Nos apoyó, eso sí, el Principado de Andorra, quizá por miedo a una represalia militar. Porque Eurovisión, como el precio de la gasolina, obedece a intereses geopolíticos diversos. Eso dicen, por lo menos, los expertos en Eurovisión (que, por triste que resulte, los hay y tienen derecho a voto).

España es un país de mártires (por no decir perdedores) y de quejicas. Fracasar y lamentarse es deporte nacional, porque, si no puedes ser el mejor, sé, al menos, el más llorón. Hasta Nadal perdió, en un deportivo gesto de complicidad con la extremeña.  

Pasada la derrota moscovita, los contertulios del Ente Entísimo, capitaneados por una Alaska a medio camino entre Gothic Lolita y Gothic Maruja, clamaban venganza y desgranaban sus justificaciones, como si realmente se tomasen en serio todo aquello. Como si les tuviera que indignar por contrato, al igual que en esos programas rosas donde los personajes se enfurecen y sonríen al mismo tiempo, con la convención al descubierto.

Pero, como dice la propia Soraya, hay que pensar en positivo. Y, si podemos traernos un buen recuerdo de Moscú es que, afortunadamente, nadie silbó a los símbolos españoles. Y, si alguien lo hizo, TVE se cuidó muy mucho de conectar con cualquier otra parte. Lo único que nos falta es que ahora la periferia reivindique su propia representación en el festival, vamos, hombre.

Mirándolo con perspectiva, me doy cuenta de que nos equivocamos eligiendo a Soraya. Debimos mandar al Barça. Ganábamos seguro.

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