Jose A. Pérez

Blanco al fin

Sólo la muerte puede poner de acuerdo las agendas mediáticas de todo el planeta. Para que ese fenómeno se produzca se necesita un elevado número de cadáveres. El sábado, sin embargo, bastó con uno solo. Era, eso sí, el de un rey.

Todos los informativos se vieron regularmente entrecortados por conexiones con Los Ángeles, donde distintos reporteros decían lo mismo una y otra vez, cambiando el orden de las palabras a ver si así sonaba a nuevo. El Telediario de la Primera incluso coló, a modo de cortinilla, un video de YouTube donde el rostro de Jackson se va encadenando a lo largo de los años, de guapo niño negro a denterosa señora blanca. Justificada sobredosis de grititos, porque Jackson era un genio y estaba como una cabra, un regalo para el morbo mediático, para los melómanos, los mitómanos y los psicoanalistas.

Jackson reinventó el pop, el videoclip, la coreografía rockera y el concepto de raza. Fue tan brillante que se pasó, y enfermó de fama y talento, y se volvió ridículo. Michael Jackson ya estaba muerto y su muerte no ha hecho más que ratificarlo. Si el universo fuera coherente, celebraríamos el nacimiento de genios. Como no lo es, celebramos su muerte. Pero resucitará, no lo dudes, por el bendito milagro del marketing. Los dioses del siglo XXI ya estarán trabajando en ello.

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