Jose A. Pérez

Donde habita el olvido

Si todo marcha bien, en treinta o cuarenta años cerramos la Transición. Tampoco es plan de andarse ahora con prisas, entiéndame usted, no vaya a ser que la liemos por el camino y acabemos reabriendo viejas heridas. Porque España, ya sé habrá dado cuenta, es hemofílica perdida. Aquí coagulamos a cincuenta años vista, de ahí que todavía nos sangren las fosas, nos sangre ETA y nos sangren los crucifijos en las escuelas. Y de ahí que Rouco invoque el olvido para el perdón de la mitad de los pecados. Su mitad, claro.

De un tiempo a esta parte, además, la vanguardia literaria se ha instalado en la literatura histórica aportando un nuevo ismo al asunto: el revisionismo. Se trata de una corriente posmoderna según la cual el golpe de Estado no fue tal golpe, sino un restablecimiento del natural orden de las cosas. Ríase usted de Duchamp y su urinario. Aquí los vanguardistas se mean directamente en los libros de Historia.

La Transición, dicen sus protagonistas, se hizo perfectamente bien; se hizo, matizan acto seguido, tan bien como pudo hacerse. Porque, si se fija usted, en esta España tan moderna y plural, tan paritaria y cívica, sigue habiendo ministros franquistas con despacho, fascistas predilectos y avenidas de Jose Antonio. En este país donde sangrarnos mutuamente, el pasado sigue siendo deporte nacional y el cinismo es la única burbuja que nunca pincha.

Quizá lo que necesitemos sea una regla nemotécnica para tener la memoria siempre engrasada. Bastaría, por ejemplo, con asociar político de gafas ahumadas con hijoputa.

El problema es que la memoria, ya se sabe, es algo totalmente subjetivo. Tan subjetivo como decir que la Transición acabó en 1978. Tan subjetivo, fíjese qué cosa, como la Historia. Gran país, joder. Gran país.

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