Alternativas desde abajo, a la izquierda y muy lejos

ADA

Siguen los intentos, esperanzados o desesperados, de unir a las fuerzas de la izquierda en el Reino de España. A diferencia de lo que ocurrió durante el 15-M, ahora habita el convencimiento de que sin voluntad política, sin ocupar los espacios del poder, sin disputar la cabina de mando a los capitanes del bipartidismo, cualquier ola de indignación será devorada por el aparato del Estado y por sus secuaces (añadamos: también puede ser devorada por los egoístas que no dudan en salvar la cara a la Transición –incluso a Fraga y a Felipe González- sólo porque así creen que van a salvar su pellejo político. Malditas herencias generacionales...).

Convocatoria y Alternativas desde abajo (reunidas esta semana en Madrid), Frente Cívico, Manifiesto Convocatoria Cívica, Procés Constituent, Frente por la cultura, etc. son todos intentos de construir algún proceso de unidad electoral que rompa con la hegemonía del PSOE y del PP, convoque a los millones que se declaran hastiados del sistema y tenga la fuerza suficiente como para negociar una alternativa a la esclavitud por deudas que ofrece la Troika. Si la izquierda renunció –con inteligencia- a la lucha armada para alcanzar el poder, la opción electoral reclama sumar muchos votos.

 Sin embargo, y pese a los logros, algo sigue sin parecer funcionar. ¿Cómo es posible que la crisis brutal del capitalismo no convoque a millones en el esfuerzo de superarlo? Aunque son evidentes algunos "pequeños grandes avances" (por ejemplo, que determinadas fuerzas políticas se sienten a discutir allí donde ayer se mataban, o que el mundo "indignado" haya salido de su entonces innegociable desprecio por las instituciones), sigue consternando la relación inversamente proporcional entre la gravedad de las situación y el apoyo social a estos esfuerzos de armar una fuerza electoral que represente a los de abajo.  Los que participan en estos intentos de articulación, especialmente en la Comunidad Autónoma de Madrid siguen preguntándose por qué no acude más ciudadanía a estos espacios. ¿Y si la pregunta fuera al revés? ¿Y si la pregunta fuera "por qué la ciudadanía debiera estar interesada por estos encuentros?

 No hay respuestas sencillas  pero planteemos un par de hipótesis que pueden dar cuenta de estas limitaciones (en unos días llega a las librerías Curso urgente de política para gente decente, donde intento una explicación más amplia).

 Cuando se hunde la Unión Soviética en 1991 y hay que reinventar las bases teóricas de la izquierda, nos encontramos con que el aparato teórico está viejo y es de poca aplicación. Es curioso que lo más válido de la tradición marxista venga de los heterodoxos. Por su parte, la izquierda socialdemócrata se hizo directamente y sin complejos liberal. La burbuja económica le cubría las espaldas.  La izquierda comunista de vocación parlamentaria se hizo socialdemócrata, una vez que los socialistas habían abandonado el socialismo, y el grueso de su propuesta consistía en regresar al Estado social que ayer fustigaba con encono. Otros, a modo de revival, pasaron a reivindicar a Stalin,  con argumentos por lo general muy débiles –prolifera la figura del adolescente iletrado entre los voceros de Stalin- aunque a veces hay opiniones más astutas –es el caso de Lusardo-. Sin embargo, aunque fuera cierto que Stalin no tuvo otra alternativa a comportarse como lo hizo por culpa de los tiempos sombríos –y hace falta mucho cuajo para justificar las purgas o el Gulag-, no conozco a nadie capaz de ofrecer en 2013 las bondades de vivir en un país estalinista (salvo que se crea miembro seguro del Politburó o sueñe con ser el Cao de Benós de una futura Rusia neoestalinista). El resto de la izquierda se convirtió con el cambio de siglo en algo testimonial. ¿No será tiempo de revisitar la tesis 11 sobre Feuerbach de Marx y establecer que ya toca volver a interpretar el mundo antes de transformarlo? Ahí nos vamos a dar cuenta de que ser de izquierdas es algo que suele venir demasiado grande a la gente y que, a día de hoy, el grueso de los de abajo aún no cuestiona el capitalismo sino apenas sus excesos. El neoliberalismo está vivo y coleando y es la racionalidad hegemónica de nuestra época. No verlo nos convierte en la mosca chocando obstinadamente y sin éxito contra el cristal.

Vivimos en un mundo lleno de incertidumbres. Para salir de la parálisis, es esencial rebajarlas. En el miedo la derecha tiene todas las de ganar. Molesta menos la gente en un centro comercial o en un rastro –que no deja de ser un mercado- que en otro tipo de concentraciones donde cada cual hace lo que quiere y no hay previsión posible. Se trata de dejar claras las reglas de la convivencia. En ese sentido, quien sea capaz de establecer las reglas, gana. ¿Cuáles son las nuevas reglas del socialismo? ¿Va a seguir conformándose con ser la portadora de malas noticias, la aguafiestas de la fiesta capitalista? Aquí aparece entonces el asunto de la emoción.

 España, envenenada de europtimismo estúpido –por eso regalamos a Europa nuestro parque industrial y ahora le regalamos nuestro Estado social- se ha olvidado de su condición latina, de su sangre mediterránea, de su modernidad peculiar, y se ha lanzado a imitar un prusianismo que tiene poco que ver con nuestra cultura. No se trata de reivindicar ni mucho menos el regreso de la oligarquía y el caciquismo sino, todo lo contrario, usar las herramientas propias de nuestra historia en la lucha contra la oligarquía –que hoy se llama SICAV o multinacionales- y el caciquismo –que sigue vivo en buena parte del país, como demuestran los Fabra, las Aguirre, los Baltar- para encontrar nuestro propio modelo. El fascismo se impuso en Europa por las urnas o con un paseo militar. Aquí le costó tres años y un genocidio. La izquierda tiene espacio creciente en Cataluña y en el País Vasco porque no han renunciado a ser quienes son. Es una tarea pendiente en el resto del Estado. La derecha sabe por qué frena la memoria histórica. Parece que la izquierda no.

 Y por último, está el tema de los liderazgos. El populismo latinoamericano, tan denostado por la derecha mundial, puede ayudarnos a entender un posible camino. El populismo hay que entenderlo como un momento destituyente, no como las bases del proceso constituyente. Es una apelación al pueblo, muy cargada de sentimiento, que busca tumbar esas instituciones que no terminan de marcharse y alumbrar esas instituciones que no terminan de llegar. El sentimiento que la ciudadanía profesa por sus regímenes sólo es superable por un sentimiento mayor que permita pensar en la alternativa. Ese es el papel de los liderazgos. Las diferencias entre los grupos, las disidencias históricas, la confianza en la alternativa que rompa con el "no se puede" del poder,  el impulso para desatar la participación va a venir de nuevos liderazgos (liderazgos en plural, nacidos de las luchas, implicados con las peleas y, por eso, con capacidad de sumar con ese ejemplo la representación del conjunto de las luchas). Cuando el triunfo llegue, el populismo se retirará y dejará paso a nuevas formas de institucionalidad. Ahí los líderes pueden pesar más de lo necesario y corresponderá a la ciudadanía no ser rehén de los mismos. En la fase de crear la alternativa, la participación debe sustituir la dirección que ejercía el liderazgo, y la nueva institucionalización –donde pueden y deben caber formas de autogestión política- debe sustituir a la fase de alta acción colectiva. Que nadie cuente con un pueblo movilizado de manera extrema durante todo el tiempo necesario para sentar las bases del nuevo régimen.

 En Madrid, todos estos elementos negativos siempre se acentúan. Mientras que la izquierda madrileña no se olvide de querer inventarse España -cuando no es capaz de inventarse a sí misma-, no va a salir de su postración. En ese esfuerzo, le ha dejado a la derecha gobernar Madrid durante casi dos décadas. El día que el Tribunal Constitucional esté en Segovia y el Tribunal Supremo en Sevilla, la Comisión Nacional del Mercado de Valores en Cáceres, los periódicos nacionales se impriman en Barcelona y el defensor del pueblo esté en Girona, el BOE se haga en A Coruña o RTVE esté en Bilbao, este país no va a ser federal. Y como queda mucho para que la gente entienda esto, Madrid debe empezar a pensar en sí misma. Quizá un Madrid de izquierdas y de verdad federal pueda ayudar a reinventar la vida en común de los diferentes pueblos de la península. Pero para cumplir esa tarea, tiene que convencer. Bien puede comenzar limpiando las letrinas de los partidos, contaminados de ladrillismo, gerontocracia y vieja política. Y, tarea no menor, debe lanzar el mensaje de que tiene capacidad de manejar el aparato del Estado, escogiendo a las y los mejores en los cargos relevantes.

La última vez que la izquierda del reino de España se unió sucedieron previamente dos cosas: la movilización social contra la OTAN, dispuesta a romper con Europa y a quebrar una de las exigencias de la Transición, y la existencia de una figura como Julio Anguita. Por ahora, no tenemos ninguna de estas dos cosas. La izquierda que quiere sumar debe construir liderazgos creíbles –es el lastre terrible de Izquierda Unida, especialmente en algunas partes del Estado, condenada a la impotencia por la biografía de sus líderes- y debe apelar antes a la emoción de la ciudadanía que a su necesidad de organizarse electoralmente. Las casas no se construyen por el tejado. Salvo que los techadores de profesión logren convencernos de lo contrario.  La izquierda que quiera salir de la marginalidad y no se contente con recibir las migajas electorales que caen de la mesa del PSOE, debieran tener como tarea inmediata emocionar a y con las mareas. Ahí habrá dado un primer paso. Pero se dará cuenta que para emocionar a las mareas tiene que disolverse en su flujo. No pretender dirigirlo. Y entonces volvemos a la casilla de salida.