Volver a ser gorilas (sobre la sociedad miope)

 

Imagen de archivo de un gorila. Steeve JORDAN / AFP
magen de archivo de un gorila. Steeve JORDAN / AFP

La reciprocidad, esa garantía biológica de supervivencia

El ser humano no tiene dientes, garras, astas, no vuela ni puede huir corriendo de depredores más rápidos. Ha sobrevivido cooperando, compartiendo información, organizándose. Por eso el lenguaje, una herramienta colectiva, durante mucho tiempo se ha considerado la cualidad humana por excelencia -hoy sabemos que muchos animales se comunican, aunque no con el grado de abstracción de los humanos-. Tan desvalidos como estamos, nos necesitamos unos a otros. Por eso los mentirosos, los abusadores, los que rehuyen sus obligaciones, los aprovechados y los caraduras siempre han sido mal vistos en las sociedades humanas, que los han expulsados cuando no directamente ejecutado (lo que pasaba en sociedades nómadas). Entre los primates, la reciprocidad es garantía de supervivencia del grupo. Cuando se debilita la reciprocidad, la sociedad está haciendo aguas.

Uno de los dilemas de la economía siempre ha sido qué hacer con los gorrones. Un hecho paradójico en nuestras economía está en que los empresarios apoyan que los otros empresarios -nunca ellos mismos- suban los salarios a sus trabajadores. Esto tiene el evidente objetivo de que así aumentará la capacidad de consumo, ellos venderán más y crecerán sus beneficios, incrementados porque el empresario gorrón seguirá quedándose -ahí al igual que todos los demás-, con una parte del trabajo de sus asalariados.

Esto, dicen los tertulioeconomistas, lo solventaría un mercado perfecto (del que los teóricos hablan y nunca aparece) después de un tiempo de ensayo y error donde la oferta y la demanda se equilibrarían. Para mitigar los dolores de la economía, desde la defensa del Estado social se sostiene que valdría alguna forma de inteligencia pública que tome decisiones políticas que sirvan para activar la economía e impedir que los empresarios con mayor propensión a ser caraduras les salga gratis hacer trampas. Por ejemplo, subiendo el salario mínimo (que en el caso de España ha dejado a los tertulioeconomistas a la altura del betún). Algo que saben las ciencias sociales y que suele olvidar la economía es que la sociedad solo se sostiene sobre la base de la reciprocidad. El contrato social es eso: un acuerdo en donde todos asumen las mismas reglas y se comprometen a un mismo comportamiento. Por eso, los que opinan sobre economía y cobran del mundo empresarial, al tiempo que niegan esta evidencia, quedan malparados.

La conciencia, ese remedio que no florece en un periodo electoral

Buena parte de los problemas sociales se solventan con una mayor conciencia. El desarrollo de esa conciencia necesita que haya gente dispuesta a comportarse por vez primera de una manera decente, aunque eso le devuelva un empeoramiento de sus condiciones de vida. Esto va desde el que decide no colarse  aunque vea como los gorrones se saltan la fila, los que pagan impuestos aun sabiendo que hay paraísos fiscales y vecinos o colegas caraduras que no lo hacen o los que cumplen las reglas sin recurrir a primos, hermanos o redes clientelares que les quitan a los demás oportunidades, recursos o contratos con malas artes. En este caso, aunque los valores operan contra los intereses, logran en el medio y largo plazo que esa generosidad vaya generando un sentido común donde a los canallas les resulte más complicado ejercer su encanallamiento.

Decía el general Perón que el ser humano es bueno, pero si lo vigilas es mejor. Unos padres que no confían en sus hijos terminan por hacer de sus vástagos personas con enormes taras. De la misma manera que una sociedad que no confía en su ciudadanía termina militarizando el comportamiento y entregando al miedo la solución de dilemas que debieran solventarse con criterios de buena vecindad. Llamar a la Policía cuando hay una discusión o un conflicto entre dos vecinos, cuando un joven hace una barrabasada o cuando alguien cruza alguna barrera no especialmente grave es trasladar al ámbito judicial, con su rueda implacable, asuntos que tienen una mejor solución con diálogo e intermediación. Pero para eso tiene que funcionar el contrato social y una virtuosa mezcla de leyes y costumbres, basada en una inteligente comprensión de los seres humanos y del mundo que haga fluida la vida social.

En cualquier caso, esto no es tan sencillo. Es cierto que las sociedades de clases medias son sociedades más pacíficas, porque la angustia vital y la incertidumbre son menores (y ahí es importante el lugar que ocupas en la economía globalizada y lo que te beneficias del lugar que tenga tu país en esa economía global. A menudo, tu certidumbre te la financian los pobres de otros países y, durante siglos, las mujeres). Esas sociedades de clases medias tienen fórmulas más civilizadas de solventar los conflictos internos (aunque no tengan empacho como países en hacer guerras en otros sitios o en rapiñar sus recursos). Siempre me ha sorprendido las diferencias entre países a la hora de solventar las riñas de tráfico. En Madrid se suelen solventar con una mentada de madre y algunos gritos. Es posible también, sobre todo si alguno es especialmente intenso, que se enzarcen los conductores, se empujen e, incluso, se rife un guantazo. Y también pasa con los peatones que no toleran que un conductor jeta se salte un paso de cebra o un semáforo en rojo. Sin embargo, en algunas capitales americanas y latinoamericanas no respondes a una barrabasada que te ha hecho un conductor agresivo y egoísta porque la posibilidad de que el infractor vaya armado es alta.

Es importante, en cualquier caso, no confundir los argumentos. Hacen falta sumar muchas riñas de tráfico para alcanzar las cifras de muertos de la OTAN o de los ejércitos civilizadores occidentales en Irak, Afganistán, Libia,Siria, Yemen, Palestina... o las víctimas de los golpes y represiones durante toda la segunda mitad del siglo XX. Pero no debemos perder de vista que problemas como el narcotráfico (y la "lucha contra el narcotráfico") de Fernando Calderón en México o de Álvaro Uribe en Colombia -derivadas de sociedades profundamente desiguales- ha costado cientos de miles de víctimas en cifras que son igualmente de guerra.

En las sociedades muy desiguales, los que viven bien lo hacen de manera relativa, principalmente viajando a países con mayor redistribución de la renta donde pueden hacer vida social sin la violencia de sus propias sociedades. Es conocida la lógica de "castillos medievales" en la que viven los ricos de América Latina, rodeados de cercas, vigilantes, guardaespaldas, coches blindados y zonas exclusivas donde terminan confundiendo su país con los reducidos espacios en donde desarrollan su vida.

¿Puede hacerse que crezca la conciencia social?

En Berlín los usuarios del metro se sacan su propio billete. No necesitan tornos ni cajeron ni policías para hacer lo correcto. Esa libertad es usada por gente de fuera para colarse -cuando estudiaba allí no eran pocos los españoles que se jactaban de su "viveza" para aprovecharse de esa supuesta falta de normas-. La reflexión correcta sin embargo sería: ¿qué sociedad me ha hecho tan desgraciado que para comportarme de manera cívica necesito un policía?

La sociedad tiene que sentar las bases para que el cumplimiento de las normas no sea mucho más oneroso para unos que para otros. Claro que es mucho más complicado reciclar cuando tienes una cocina de ocho metros cuadrado. Sin embargo y curiosamente, los pobres cumplen el contrato social más que los ricos. Los bancos saben que la gente humilde paga los créditos con más rigurosidad que los pudientes. Que le pregunten a Espinosa de los Monteros.

En ese marco complejo es donde cobra sentido el juego entre la existencia de leyes virtuosas que lancen de manera clara el mensaje de que la justicia es igual para todos -ricos o pobres, reyes o mendigos, hombres o mujeres, jueces o presos, gente con contactos o ciudadanos de a pie-, y el lento incremento de la conciencia cívica en una sociedad. Ese incremento de la conciencia es lento -por eso a menudo se necesitan varios ciclos electorales para que un país cambie- y tiene complejos recorridos a través de explosiones sociales, contiendas electorales polarizadas, reformas educativas, evolución de las iglesias, crecimiento del laicismo, pluralismo informativo, libertad de expresión, creación artística,  literaria y audiovisual, capacidad de pensar opciones alternativas, comparaciones con otros países, proliferación de movimientos sociales, surgimientos de nuevos partidos, existencia de una red intelectual con capacidad de poner voz en momentos de decepción social, comunidad científica respetada...

En democracia, las leyes, como toda institución, suelen ser mejores que los ciudadanos individuales. Esta paradoja -los productos humanos debieran ser iguales que los seres humanos que los crean- tiene que ver con dos características que están en las instituciones y en los individuos pero es más fácil que emerjan cuando existe algún tipo de compulsión material y simbólica (en otras palabras, cuando funciona el contrato social). De manera más sencilla: las leyes y las instituciones tienen ventaja social porque son dialogadas -por tanto, incorporan diferentes intereses hasta que se crea algo parecido a un interés general- y porque están pensadas para tener validez en el tiempo. Por eso, todo el mundo con dos dedos de frente está a favor de que existan leyes de tráfico pero son multitud los que en algún momento las quiebran (como demostraba un estudio de la Universidad de Elche, especialmente en "el uso del cinturón de seguridad, el uso de teléfonos móviles mientras se conduce, no respetar los límites de velocidad y el límite de alcohol al volante").

Decía Rousseau que en una sociedad de ángeles no haría falta la política porque nadie haría daño a nadie voluntariamente (no nos contó qué hacer con los ángeles distraídos, los que tuvieran ideas diferentes de lo que era el bien común o los que creyeran eso de que quien bien te quiere te hará llorar). Pero, concluía, no somos ángeles.

En España está entrando el desierto africano por el Sur, afectando al agua, cosechas, corrientes, fauna, biodiversidad... y, como en una metáfora estremecedora, coincide con la entrada en España también del auge de la extrema derecha.

¿Conciencia o leyes contra los grandes problemas del siglo XXI?

Con el calentamiento global vamos a enfrentar uno de esos dilemas quizá de manera determinante para la sobrevivencia de la especie humana. Como le ocurría al empresario gorrón, todo el mundo está de acuerdo en que los demás tienen que hacer algo para que en el planeta no siga subiendo la temperatura. Pero no estamos tan dispuestos a hacer la parte que nos corresponde. Esto vale dentro de nuestros países y aún más entre países: que usen menos el coche, bajen la calefacción o apaguen la luz los otros. Esto es así, entre otras cosas porque las enormes desigualdades y los estímulos de la sociedad de consumo invitan a un "sálvese quien pueda" que es suicida pero no termina de vislumbrarse hasta que nos caiga encima. E incluso cayéndonos encima, no podemos descartar que después del desastre quisiéramos seguir llevando el mismo tren de vida. La película No mires arriba tuvo éxito porque era un reflejo sorprendente de la estupidez en la que andamos.

¿Es posible pensar en un momento en donde se encarcele a los científicos que alerten de los peligros en marcha? Las dictaduras lo han hecho en otras ocasiones y estamos viendo cómo crece el número de detenciones de científicos que ejercen la desobediencia civil como forma de alertar de los riesgos en marcha.

Conforme la ciencia deja más claro que la temperatura ha cambiado, los miopes que no tienen el más mínimo interés en cambiar van a insistir más y más en el negacionismo. En España está entrando el desierto africano por el Sur, afectando al agua, cosechas, corrientes, fauna, biodiversidad... y, como en una metáfora estremecedora, coincide con la entrada en España también del auge de la extrema derecha (que llega con fuerza a zonas amenazadas por la desertización, como Andalucía o las Castillas o a las plazas fuertes donde se refugian los privilegiados, como Madrid). La metáfora de El cuento de la criada, donde veíamos a las mujeres fértiles esclavizadas como paridoras, se ha ido haciendo realidad con los vientres de alquiler o el papel reservado a las mujeres en países como Hungría o Polonia.  ¿Es posible pensar en un momento en donde se encarcele a los científicos que alerten de los peligros en marcha? Las dictaduras lo han hecho en otras ocasiones y estamos viendo cómo crece el número de detenciones de científicos que ejercen la desobediencia civil como forma de alertar de los riesgos en marcha.

El motor de deseo de nuestras sociedades es el consumismo (que no el consumo). En términos generales, trabajar es la garantía de que se puedan consumir los bienes que permitan a uno vivir o sobrevivir. Fuera de la familia, si no trabajas no consumes. El consumo y el consumismo están a su vez impulsados por la obtención empresarial del beneficio realizados en el mercado (las empresas buscan maximizar el beneficio y reducir los costes. Por eso no les gustan los sindicatos). La maquinaria de consumir está íntimamente ligada al mundo de la publicidad y a la generación de patrones de vida vinculados al consumo (todo en sociedades saturadas audiovisualmente). A lo que habría que añadir los empresarios, con enormes conexiones políticas, que obtienen el grueso de sus beneficios gracias a la cercanía del poder político.

En España es evidente la carrera económica ligada a la política de Florentino Pérez, con su recurrente aparición en casos de corrupción política. En EEUU, Trump aprobó el fin de cualquier límite de financiación empresarial de los partidos, de manera que a día de hoy, tanto el Partido Republicano como el Partido Demócrata dependen económicamente de grandes empresarios. Añadamos las guerras, que son la campaña de Navidad permanente del capitalismo de las armas. Cambiar todo esto es darle prácticamente la vuelta a nuestras sociedades. Y no se podrá hacer compulsivamente y tampoco -no hay tiempo- sin un gran debate social que convierta la urgencia climática en una institución. La tarea de las nuevas generaciones va a ser esencial o no habrá solución.

Los desafíos del siglo XXI deben estar en las conciencias y reclamarán leyes contundentes que sólo serán asumidas si son entendidas.

No van a funcionar las políticas públicas progresistas que no conecten con un modelo de vida alternativo. Incluso pueden resultar más atractivas las promesas suicidas de la derecha (lo vimos en Madrid, donde Díaz Ayuso ofreció "libertad o comunismo" y se murieron más de 7.000 ancianos en residencias porque la derecha no quiso derivarlos a hospitales y cada día se deteriora más la sanidad pública, con resultado necesario de muertes). Los desafíos del siglo XXI deben estar en las conciencias y reclamarán leyes contundentes que sólo serán asumidas si son entendidas.

De manera que las fuerzas progresistas no deben simplemente aprobar leyes, sino hacer todo el esfuerzo que esté en su mano para que la mejoría que logren esas políticas se convierta en conciencia. Porque de lo contrario seguiremos teniendo ese resultado igualmente suicida donde un porcentaje muy alto de españoles cree que al tiempo que su situación económica es buena o muy buena, la de España es mala o muy mala. Ese envenenamiento mediático construye una coraza impenetrable para retos como el calentamiento global, el reordenamiento del mundo para repensar la inmigración, el envejecimiento de la población europea o la necesidad de una renta básica universal acompañada de políticas sociales y de empleo. Y esa coraza impenetrable, en un momento de crisis civilizatoria, tiene el riesgo de crear individuos crecientemente engorilados. Aunque los gorilas no tenían las armas de destrucción masiva reales que nosotros sí tenemos.