Las carga el diablo

Suárez, el hombre que dimitió tres veces

Yo el día que me muera, la verdad, no quiero que me pongan por las nubes los mismos que en vida me pusieron a parir. Los que tenéis menos de treinta y cinco años quizás no lo sepáis, pero la mitad de los panegíricos, encomios y enaltecimientos varios dedicados a Adolfo Suárez que escucháis y escucharéis estos días están firmados por los mismos que durante aquellos años clave se dedicaron a hacerle la vida imposible a aquel entusiasta"tahúr del Mississipi" quien, sin haber leído apenas en su vida, y menos un libro entero, supo no arredrarse cuando le encargaron un marrón que solo un "echao p'alante" como él podía atreverse a aceptar.

En la familia Suárez González estaban especialmente dotados para las relaciones públicas. Su hermano Chema llevaba hasta la discoteca "Long-Play" de Madrid a la flor y nata de la política, la cultura y el espectáculo de aquellos años y Adolfo llevaba al huerto con su envidiable arte para encantar serpientes a cardenales, militares, falangistas y franquistas de todo pelo y condición.

Cuenta Gregorio Morán que Suárez y Carrillo supieron entenderse porque los dos eran iguales: animales políticos puros con poso cultural cero. Entre cigarrillo y cigarrillo con Carrillo y con muchos otros, Adolfo fue preparando -en secreto incluso, cuando así lo creía necesario- esa pócima llamada Transición cuyos presuntos efectos mágicos, si es que alguna vez los tuvo, hace tiempo ya que desaparecieron.

Adolfo Suárez era osadía pura y pilotó un barco con muchas papeletas para irse a pique que, sin que se sepa muy bien por qué extraña conjunción astral, no acabó de hundirse del todo: engañó a los diputados franquistas para que se hicieran el harakiri; pactó con todas las fuerza políticas y sindicales una reforma económica y fiscal, llamada Pactos de la Moncloa, con la que consiguió frenar la desbocada inflación; promulgó una ley de amnistía, hizo una reforma militar, legalizó los partidos incluido el comunista, puso en marcha un proceso constituyente tras ganar unas elecciones, auspició la primera ley de divorcio, promovió la hasta entonces inexistente declaración de la renta... Todo esto y mucho más en apenas cuatro años y medio.

Treinta y tres años hace que se marchó y ahora, los mismos que le amargaron la vida, no se cortan un pelo a la hora de hablar maravillas de él a estas alturas. Cuentan que Suárez apenas comía: si acaso una tortilla francesa, un café de vez en cuando.... Quizás debía tener suficiente con tanto sapo como se veía obligado a tragar a diario. Si la política es tragar sapos, por aquel entonces él debía salir a empacho diario.

Gestionaba los asuntos con la ansiedad, el hieratismo y la determinación de los jugadores de póker y aunque cerró en falso muchos episodios de la historia reciente, aunque dejó abiertas muchas heridas, sus defensores argumentan que al menos consiguió que no volviera a haber sangre. Que no corriera la sangre como tal, porque en el sentido figurado sí que la hubo. Para dar y para regalar.

El partido que él fundó y encabezó, la Unión de Centro Democrático (UCD) -nutrido básicamente de liberales, democristianos y algún que otro socialdemócrata- era un vivero de forajidos siempre con el cuchillo entre los dientes, implacables caníbales políticos dispuestos a merendarse a Suárez apenas se presentara esa ocasión cuya llegada ellos se encargaban a diario de fomentar, propiciar y acelerar.

Los que más se han aprovechado de la llamada Transición lo hicieron tras machacar y triturar a Adolfo Suárez, a quien usaron y tiraron a la papelera a las primeras de cambio empezando por su antiguo mentor y protector zarzuelero, apenas el servicial abulense dejó de serles útil.

No fue Suárez demasiado santo de mi devoción. Su desprejuiciada habilidad para trepar y prosperar en el franquismo, en los negocios y en los cargos públicos está suficientemente documentada en el libro "Adolfo Suárez, historia de una ambición", que Gregorio Morán publicó en 1979. Pero creo que es justo poner en valor los huevos que este hombre le echaba a la vida.

Jugó con fuego, estuvo a punto de -literalmente- quemarse (véanse las imágenes del 23F) pero consiguió escapar vivo. Y además, no se desalentó. ¿Que me echan? Pues fundo otro partido, se dijo. Y se puso a ello. Fue así como nació el CDS (Centro Democrático y Social). Y cuando asumió, tras los tristes resultados obtenidos en las municipales de 1991, que los votantes le habían vuelto la espalda salió a la palestra, dio la cara y se despidió diciendo adiós muy buenas. Sí, señor. Se marchó. En un país donde, según se empeña en recordarnos el tópico, no dimite nadie, Adolfo Suárez lo hizo dos veces: como presidente del gobierno en enero de 1981 y como responsable de un partido político diez años después.

Hubo una tercera vez: hace once años dimitió también de sus recuerdos. Ocupará sin duda un lugar importante en los libros de Historia. Como lo ocuparán también la Transición que pilotó y la Constitución que propugnó y cuyo momento de pasar página, ahora que nos deja su artífice, parece obvio que también ha llegado.

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